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Aquel día y una mariposa

Juan José Fernández Palomo

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A veces sucumbo a las “enredadas” del amigo Fernando Vacas con una mezcla de prevención y espíritu colaborativo. La de aquel día fue especial: el productor y músico cordobés se había inventado una parada del poeta Leopoldo María Panero en Córdoba camino de la Feria del Libro de Madrid, en una de las escasas salidas que se permitía -mejor dicho, le permitían- de su última residencia: el Hospital Psiquiátrico Juan Carlos I, en Las Palmas de Gran Canaria.

La intención era que Leopoldo pasase una jornada en Córdoba, diese un recital en uno de los patios del Palacio de Viana y conociese a Prim´La Lá, el grupo inventado por Vacas que canta canciones basadas en sus poemas y que, a su vez, haría un pequeño concierto acústico en el recital.

Ese día empezó temprano, recorrí las escasas librerías de Córdoba comprando ejemplares de libros de Panero, porque él no traía ninguno consigo; desayunamos con él, recién llegado, lo llevamos a Radio Córdoba donde le hicieron una entrevista tan cariñosa como difícil (qué actitud y aptitud la de todos los compañeros de la radio), luego un almuerzo, un pequeño descanso en su hotel y, a media tarde, la gran cita: Fernando convoca a un cámara y quiere que yo entreviste al poeta durante unas horas en Viana, antes de la hora prevista para el recital y el concierto. Y el cabronazo de Vacas me deja allí con el poeta y se va para preparar los pormenores del acto público. Bueno: a mí, al cámara, a una silente asistente que acompañaba al poeta desde Gran Canaria y, claro está, a Panero.

Comenzamos a charlar en uno los patios pequeños, junto a lo que me contaron que eran las antiguas cocinas y habitaciones de servicio. Sobre una mesa pequeña de madera y mármol, un cenicero donde se acumulan malboros a medio consumir, botellines de cocacola y paquetes de cigarrillos que vuelan.

Le pregunto a Leopoldo María por la familia, por el legado, por los manicomios, por la poesía, por España (gran manicomio), por las flores del patio, por el dolor... no sé.

Panero bebe cocacola y habla: amable, irónico, tierno, le da risa a veces, fuma y fuma. Su discurso tiene una lógica que combina muchas curvas con algunas rectas directas y certeras. Esta loco. Eso él ni lo niega ni lo afirma; pero yo lo creo, tal vez simplemente porque no estoy diagnosticado como tal.

Yo lo escucho y me fijo en sus ojos, en el pitillo entre sus dedos huesudos, en cómo habla con la cabeza gacha fijando la mirada en los cigarrillos prematuramente muertos en el cenicero.

A ratos embobado, como quien está por fin junto a un poeta cuyos versos le estremecen; también lo miro otras veces con esa especie de compasión que sentimos hacia las personas que tienen más pasado que futuro, con ese sentido del “cuidado” que deberíamos profesarles, lo que los italianos llaman “la cura”.

Rendido, durante mucho tiempo también le presto atención como el alumno embelesado que escucha a su profesor ir volando de un argumento a otro y que cita de memoria a Wittgenstein, a Quevedo, a Mallarmé (en francés), a Góngora o se acuerda de su hermano Michi. “Michi, el pobre...” me dijo, moviendo de un lado a otro la cabeza.

Durante la velada hubo que salir al bar de enfrente a por más cocacolas y tabaco.

Terminamos dando un paseo por los patios del Palacio. Se reía, se sentaba en el bordillo de una fuente, se apoyaba en mi hombro, le acompañé varias veces al servicio: mucha cocacola.

Luego llegó el recital y el concierto. Al caer el sol, lleno de gente joven, muchos para escuchar al poeta, otros -hay que decirlo- para ver al freak. Allá ellos.

Cuando todo acabó, me despedí de él con un abrazo. Perdí los libros que compré por la mañana. Me la sopló. Me fui a casa, me bebí media botella de tinto en silencio. Tardé en dormir. No recuerdo si soñé.

La mañana en la que conocimos que Panero había muerto cruzó por mi ventana la primera mariposa de la primavera. Su vuelo errático y algo torpe hubiese sacado de quicio a cualquier geómetra simple. A mí me gustó. Lo entendí.

Y lo celebré.

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