Un estado de ánimo
Lo que voy a contar es realmente cierto; suena a fantasmada, pero no lo es.
Yo he estado en Nueva York. Y tengo cierta tendencia a la mitomanía. Cogí un taxi, a yellow cab como el de Travis-DeNiro en la película de Scorssese. El taxi me llevaba desde el hotel en la Sexta avenida, cerca de Central Park, hacia el Soho, junto al río, a la oficina de una empresa de arquitectura cuyo jefe era un afamado holandés ganador de un Premio Pritzker y que iba a hacer un edificio cojonudo al lado de otro río, el Guadalquivir, en Córdoba, Andalucía, España.
El taxi lo compartía con dos señoras de Córdoba que fueron famosas en su momento; pero este dato es meramente circunstancial.
Ah; qué tiempos aquellos.
El taxista era un negrata de Brooklyn, según me confesó a la hora de pagar, de unos cincuenta y tantos años bien llevados. Durante el trayecto, en la radio, una emisora en FM emitía la canción “New York state of mind”, de Billy Joel. El taxista silbaba los “puentes” entre estrofas que hacía el saxofón.
Era una mañana luminosa de febrero y yo escuchaba la canción con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla trasera izquierda. Debo decir que tenía cierta resaca porque la noche anterior la había dado una severa paliza al minibar de mi habitación.
Ah; qué tiempos.
A las señoras que me acompañaban, y que hablaban de sus cosas, la canción les importaba un pimiento.
A mí, no.
Al bajar del coche le dije al taxista en mi mejor inglés posible: “Great song, man. Have a nice day!”
“I´ll try”, contestó. Metió primera y dobló la esquina.
Qué por qué cuento esto. Porque es verdad y ya no tengo edad de decir mentiras.
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