Me gustaría pensar que la coincidencia en cartelera de varias películas españolas que abordan el buen morir – Los destellos, de Pilar Palomero; La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar, y Polvo serán, de Carlos Marqués- Marcet- tiene que ver con un paulatino cambio social que nos está permitiendo afrontar el final de nuestras vidas de otra manera. No cabe duda de que el proceso de secularización vivido por la sociedad española y el impulso de los cambios legislativos, que a su vez han contribuido a generar un necesario debate público, abren la puerta para que rompamos el tabú que siempre ha rodeado a la muerte y para que al fin la entendamos como parte del proceso de autodeterminación en el que consiste nuestra dignidad. En este sentido, es clave que desde lo artístico se nos propongan historias que nos ofrezcan otros espejos y que nos sacudan, provocando, tal vez, que reseteemos nuestro disco duro en cuestiones que siempre mantuvimos armarizadas. Lo interesante de las tres películas citadas es que cada una afronta el final de la vida desde ángulos distintos y con un lenguaje propio, lo cual hace que, de alguna manera, puedan verse como un tríptico complementario. De las tres Polvo serán es, sin duda, la más arriesgada y valiente, la que nos lleva a un espacio de reflexión distinto, y no solo porque conecta el morir con el sentido del amor, sino porque para ello usa lenguajes que en principio no encajaríamos en un relato sobre una realidad tan compleja. Ese es sin duda el mayor mérito de una película rara y osada, y que lejos de estrellarse levanta el vuelo con una propuesta en la que suma momentos musicales brillantes con otros de una intensidad dramática que duelen, sin renunciar incluso a instantes de humor y acidez que hacen que el final de Claudia y Flavio nos resulte un viaje esperanzador. El guion de Carlos Marques-Marcet, Clara Roquet y Coral Cruz es un esqueleto brillante sobre el que se construye, con una cuidadísima producción, toda una fábula, en torno a, y aunque en principio puede parecernos paradójico, cómo vivir la muerte.
El mayor acierto de esta singular propuesta es que justamente nos lanza la pregunta de cómo insertar la muerte en la vida y de cómo sentirnos protagonistas también de ella, en lo que puede ser el ejercicio más radical de autonomía. Para ello, el director de Los días que vendrán, en la que con un tono naturalista nos hablaba del inicio de la vida, escoge el marco de lo teatral, de la representación, de ese punto excesivo, operístico, en el que se mueve una pareja que anuncia a sus hijos que han decidido acabar juntos sus días. Ella porque está sufriendo una enfermedad terminal y él porque entiende que no podrá seguir viviendo sin ella. Lo que podría haber sido un dramón familiar de proporciones insoportables Marqués-Marcet lo transforma en un artefacto que juega con diversos planos y que va haciendo que el espectador pase por diferentes estados de ánimo. Es un acierto recurrir al musical, que en algún momento incluso recuerda al más clásico Berkeley, para expresar estados de ánimo y para imaginar todo aquello que no vemos pero que sentimos. La música de María Arnal y la coreografía de La Veronal son pieza esencial del milagro. Como también lo es la división en tres capítulos, en el que destaca el central por todo lo que contiene de tensión familiar y de explosión de sentimientos que van del amor al desamor, del egoísmo a la empatía y de la rabia a la ternura. Nada de esto habría sido posible sin un reparto que se ajusta a la perfección al tono de la película y en el que para mí ha sido toda una sorpresa Mónica Almirall, que aporta mil matices a esa hija presente y cuidadora que ha renunciado a una vida propia y que se siente parte de una decisión que la parte en dos.
Polvo serán no sería lo deslumbrante que es sin la pareja protagonista que sostiene un edificio que, por momentos, pareciera a punto de derrumbarse. Nadie mejor que Angela Molina, con ese rostro que es como un libro lleno de subrayados y anotaciones, y ese físico que suma poderío y fragilidad, para componer la montaña rusa que vive su personaje y para llevarnos, al fin, a la serenidad y la luz. No puedo imaginarme otra actriz que se vacíe tanto para que seamos nosotros, los espectadores, quienes llenemos sus agujeros con las emociones que ella nos lanza. Su vestido de terciopelo azul quedará en la historia de los momentos más hermosos del cine español. Como también será difícil de olvidar la escena en que escucha con su hija una canción de Antonio Molina. A su lado, Alfredo Castro compone uno de los personajes masculinos más sublimes del año. Y no solo porque sea capaz de aguantar el duelo con la Molina, sino también, y sobre todo, porque hay en su ejercicio de contención, de tristeza rebelde y de amor entregado, una demostración evidente de que en la pantalla una mirada, un silencio o un simple gesto valen más que mil palabras. De no ser por Eduard Fernández, Castro debería llevarse todos los premios de la temporada.
Polvo serán, sin duda una de las películas españolas más audaces de los últimos años, es de esas historias que crecen con el tiempo, que te acompañan después de haber visto los títulos de crédito, que te hacen preguntarte por ese precipicio al que no queremos asomarnos y que, sin embargo, es parte de nuestra osamenta. Un precipicio que no es solo la muerte sino también el amor, tal y como lo entiende un Flavio convertido en casi un héroe romántico. Un concepto del amor que queda bellísimo en la pantalla pero que me temo, en la vida real, puede ser lo más parecido a una jaula. Y que en el caso de los hombres debería llevar a preguntarnos, además, si tiene que ver con nuestra incapacidad para seguir adelante sin una mujer que nos sostenga y cuide, dada nuestra torpeza para las emociones y la fragilidad.
0