Banderas de nuestros padres
Es como si al Correcaminos le hubiera alcanzado el Coyote. Tantos años después, los ardides del segundo funcionan para dar con el primero. Como si de repente, también, Jacques Clouseau se despojara de su cómica torpeza y atrapara al ladrón de buenas a primeras. ¿Quién imagina a Pepe Carvalho sin capacidad ante un caso? Por suerte, Manuel Vázquez Montalbán no –agradecidos hemos de estar con su legado literario–. Sin embargo, a veces es posible tener la sensación de que Todo cambia, como bien escribiera Julio Numhauser. Ocurre que la certeza se torna incertidumbre y que de ella mana una desconocida desesperanza. Aun cuando la desdicha es fiel compañera en un largo viaje. No, el Córdoba no está acostumbrado a perder en el último momento a pesar de que vive habituado a la derrota.
Resulta difícil que el mundo se ponga del revés, pero a veces sucede. Quizá no sean conscientes ellos, y los aficionados del conjunto blanquiverde saben que sí estos días. Básicamente porque nadie esperaba un desenlace –que en realidad es sólo un punto y aparte, jodido por doloroso y doloroso pese a previsible– como el que tuvo lugar el pasado domingo a la ilusión del ascenso. Al Córdoba le cortaron el paso de manera un tanto cruel. Eso es cierto. Lo fue más, con todo, porque en El Arcángel es sempiterna la idea de que cuando peor está la situación, más feliz acaban –acabamos, que la piel no se muda aunque haya serpientes que procuren hacerlo con disfraz de cosa falaz– en torno al club. Pues no, mire usted, la vida tiene un mecanismo diferente. Ya era hora de que, de una vez por todas, aprendiéramos a caer.
Suena duro pero es la puñetera realidad. El entorno del Córdoba ha hecho propia una mentalidad sufriente que no es más que un estigma. Vergonzante en ocasiones. No somos los que más padecemos, ni los que más lloramos ni los que más vencemos en las batallas perdidas. Y lo que ocurrió el domingo fue una lección: sepamos que todo no se tiene porque sí, porque lo dicta la justicia poética de un particular sino. Ya era hora, al fin, de que mordiéramos el polvo de veras, de que reconociéramos en las entrañas lo que significa la palabra fracaso. Vivimos a boca llena con ella pero recordamos Cartagena, San Sebastián o Leganés. Recordamos Las Palmas y nos creemos héroes. No somos quienes todo lo podemos, y menos cuando no queremos poder. Porque la moraleja de este cuento es sencilla: uno, y no sólo vale para el fútbol, debe cumplir sus objetivos por sí mismo y no gracias a otros o a un golpe de fortuna.
Quizá sin percibirlo, aplaudimos el trabajo mal hecho, la gestión indecorosa y la nula aceptación del error.
Ahora lo más fácil es lanzar frases grandilocuentes, de aquellas que se convierten en lemas perpetuos; de revolver el estómago y exponerlo al público, cual San Cucufato y para compadecernos lastimeramente; de escribir mensajes de baratillo emocional para tratar de construirse, alimentado por el ego, una imagen de figura referencial… Lo más sencillo ahora es también, desde la grada, recurrir a todos esos lugares comunes para encontrar un eslogan vital y, sobre todo, perdurable. La afición del Córdoba tiene tantos recursos para creerse única y especial que dan para completar quince tomos a lo enciclopédico. Y los tiene más, y es el fundamento de lo anterior, para enorgullecerse de una amargura impuesta tan sólo por nosotros mismos. Principalmente porque, quizá sin percibirlo, aplaudimos el trabajo mal hecho, la gestión indecorosa y la nula aceptación del error –no tiene que ver con el proyecto actual, quepa la aclaración–.
No, no y no. Al Córdoba no le castiga la providencia. Como tampoco es su destino vivir en la miseria deportiva desde hace medio siglo –en una existencia de poco menos de setenta años–. Si el blanco y el verde es sinónimo de pozo seco, de tierra infértil, de crudo invierno y árido verano es exclusivamente por la ausencia de actitud crítica y el exceso de complacencia. Ya era hora de que aprendiéramos a perder para algún día aprender también a ganar. Para guardar además las banderas ajadas de quienes nos precedieron y de los que ahora somos antecesores. No deseo yo dejar en herencia a los que vienen, infancia, adolescencia y juventud, el peso de la valentía en la adversidad establecida por el universo. Mis manos ya están gastadas para levantar el mástil en la inmundicia de nuestro permanente Iwo Jima. Mis heridas están tan cicatrizadas que ya apenas se reabren cuando nos visita la decepción, que ya no me atormenta como al niño que fui. Mi corazón está cansado de emociones prefabricadas por nuestra propia tiranía. Convertimos El Arcángel en un particular Ministerio de la Verdad para sentirnos fuertes cuando debíamos mostrarnos iracundos, rabiosos, revolucionarios. Y así vimos porque lo permitimos como, poco a poco, nos dejaban en la cuneta, mano delante y mano detrás. Apenas con nuestra maleta llena de subterfugios sentimentales para los momentos de Prozac.
El Córdoba es un nonagenario que, hastiado ya, dedica sus días a ver la vida pasar.
Vinieron y lo salvaron. Pero después erraron. Al menos, dieron la cara y asumieron las equivocaciones. No se escondieron y hablaron de una premisa omitida por estos lares: estabilidad. Proyecto dijeron y proyecto mantuvieron. Sin irse, nos avisaron de que todo a su debido momento. El Córdoba es un nonagenario que, hastiado ya, dedica sus días a ver la vida pasar. Aun así le queda el cuidado de quienes le recogieron del decrépito asilo y la compañía de aquellos que, como sus hijos y nietos, como su parentela, hace tiempo optaron por mirarle y callar. Decidimos asistir al nacimiento y la madurez de sus arrugas, al aburrimiento de sus horas, a los ojos melancólicos y empequeñecidos, a la tristeza de entenderse en soledad. Apostamos durante décadas por las banderas de nuestros padres, las sucias y descosidas, las de realidades imaginarias creadas a base de pegos sensibleros… y nos contentamos con ello.
No quiero eso para quienes llegan, a los que también inculcamos la vanidosa creencia de que el Big Bang nos colocó en este lugar y de tal forma. Al igual que José Antonio Labordeta, “he puesto sobre mi mesa todas las banderas rotas, las que rompió la vida, la lluvia y la ventolera de nuestra dura derrota”. Y me desprendo de ellas.
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