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Mi vida como pinsapo

Elena Lázaro

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Quiero dormir acunada por el tronco de un pinsapo. Hacerlo antes de morir y de que mis cenizas descansen bajo el tronco de una encina.

Ahora que soy vieja, sigo sin entender el misterio del olivo y las higueras me parecen demasiado facilonas y suaves. Subí demasiadas antes de echar las tetas y a la vejez prefiero la imperfección del pinsapar. Ese bosque que parece agonizar entre troncos retorcidos y ramas caídas. Ese canto a la imperfección que parece jactarse de sus formas imposibles ante sus estirados primos: abetos de cuento o pinares de repoblación. Tan rectos, tan geométricamente perfectos. Tan soporíferamente aburridos.

Nadie quiere a los pinsapos porque su madera es un desastre. Sus ramas, de jóvenes insultantemente firmes, acaban siempre por rendirse al peso de sus hojas, de la nieve y de los años para acabar rozando el suelo. A veces se separan lo suficiente del tronco para caer en el camino y ofrecer refugio en días de viento.

En realidad, la capitulación del pinsapo al paso de los años es la mejor prueba de su rebeldía. A ese árbol le importa una piña hacer bonito en las fotos. El pinsapo te enseña las arrugas y las canas sin reparo y orgulloso de lo vivido.

Envejecer siendo pinsapo es toda una declaración de intenciones, una exhibición de lo dionisíaco con corte de manga a la elegancia de los bosques de ficción.

Por eso, porque soy imperfecta, porque hace tiempo que se me calleron las ramas y porque no me importan las arrugas de mi tronco, quiero ser un pinsapo perdida en la Sierra de las Nieves.

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