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El sunset por detrás

Elena Lázaro

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Existe, en los atardeceres en la ría, un momento que descubre la insignificancia de la Humanidad. Es un instante. Dura apenas unos minutos que resultan reveladores para quien sepa observar, porque ese instante revela una realidad incuestionable que habla de la verdadera esencia del ser humano, de aquello que nos iguala y que echa por tierra cualquier teoría que pretenda dar por sentada la diferencia.

Existe, en los atardeceres junto a la orilla del Atlántico, un instante que alivia la sospecha de imaginarse diferente al resto. Ocurre cada tarde, minutos antes del momento en el que propios y extraños se alinean como un ejército de mirones para ver caer el Sol sobre el horizonte. En ese momento resulta imposible distinguir a unas de otras. De espaldas, todas las almas que buscan la paz del crepúsculo del día son idénticas; sólo las distingue el sistema elegido para acoger la noche con garantías.

Existe en el fin del día junto al mar un momento que confirma nuestra naturaleza: a ninguno nos gusta ver la puesta de Sol con el culo mojado.

En ese momento en el que acaba el día, lo único que nos distingue es la manera en la que nos cambiamos el bañador sin perder la dignidad. Prueben a sentarse al final de la playa y observen. Como decía, ese momento descubre “para quien sepa observar (…) una realidad incuestionable que habla de la verdadera esencia del ser humano”, es decir, nuestro trasero.

En la arena de la ría, las maneras de cambiar un bañador húmedo por otro seco son un auténtico alarde de creatividad; un catálogo de ingenio que va desde la descarada bajada de bañetas al aire libre hasta el recatado uso de una especie de capa atada al cuello que hace las veces de cortina portátil, pasando por los disimulados cambios bajo el pareo o el desabrochado clandestino sobre la bermuda. Lo que sea con tal de disfrutar del atardecer sin la incomodidad de la arena húmeda en el cachete.

El espectáculo resulta antropológicamente tan interesante que no hay poética del ocaso que pueda hacerle sombra al deambular de culos ocultos con más o menos éxito. Entretenerse en él resulta menos frustrante que observar el atardecer -el sunset (traducción para instagramers)- porque no exige dar codazos para conseguir la primera fila ni requiere comentarios profundos sobre lo efímero de la vida o, en el peor de los casos, el aplauso al último rayo de Sol. Además, a cuenta del derecho a la imagen propia, no necesita ni tan siquiera ser fotografiado y mucho menos compartido en la red.

Los atardeceres en la ría sólo requieren disfrutar y reflexionar sobre la capacidad sobrehumana del sapiens por tratar de mantener la dignidad en las situaciones más comprometidas de su devenir existencial.

Pura filosofía para quienes creemos que todo va de culo.

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