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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

En Galicia llueve (como en Zafra)

Carlos y Juan regentan Volver desde 2018
9 de agosto de 2021 12:55 h

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Seis días con sus seis tardes y sus seis mañanas y sus seis mediodías hemos tardado en poder bajar a la playa en las Rías Baixas. Porque sí, en Galicia en verano llueve. Esto conviene decirlo para que nadie se llame a engaño, que una cosa es lo que usted ve en Instagram y otra bien distinta lo que está pasando. El postureo institucional de las consejerías autonómicas de Turismo impide enseñar las miserias -tampoco usted o yo enseñamos nuestras mierdas en la red- pero una vez asumida y aceptada la realidad sólo cabe vivirla. No ocurre sólo en el noroeste. Si usted elige Cádiz como destino probablemente se bañará más que yo en el Atlántico, pero asuma que como sople el viento de Levante ya se puede olvidar de estirar la toalla en la arena.  

El caso es que en Galicia, los veraneantes sabemos que las nubes y los días grises entran en el mismo calendario que los atardeceres claros o las noches estrelladas, así que los asumimos y tratamos de disfrutarlos a partes iguales. Vale, dejemos a un lado el postureo, no siempre los disfrutamos. A menudo despotricamos contra la lluvia, pero eso también es parte del ritual.

Todo eso nos ocurre a los jodechinchos que acudimos cada año a la ría con la esperanza de que los días de sol sumen más en el marcador final. A los paisanos, el asunto se las trae al pairo. Los gallegos no son indecisos; los gallegos saben que el sol que luce en este momento puede desaparecer en el rato que entras a pedir un pincho de tortilla, así que se limitan a vivir el momento sin tomar decisiones demasiado drásticas. Y luego están los de Zafra.

Carlos llegó desde allí hace algunos años a pasar un verano. Debió entrar a pedir el pincho, vio la lluvia al salir y decidió quedarse. Vale que en mitad del camino se cruzó con Juan, se enamoró y ahora los dos regentan uno de los locales en los que mejor me han hecho sentir en 23 años de veraneos a la gallega. 

Se llama Volver. V-O-L-V-E-R, el verbo que mejor evoca la morriña gallega, esa necesidad a veces incluso imprudente de regresar al lugar del que huimos, como cuenta la canción. Volver. Una palabra que en los tiempos del individualismo exasperante y del dogma del presentismo demonizan hasta lo ridículo nuestra innata capacidad de recordar para aprender. Volver, un local decorado con tanto detalle como pueda caber en sus escasos metros cuadrados; ocho mesas en la terraza y una carta sin pretensiones pero perfecta para compartir vino y conversación. 

Lo descubrí como pasan las cosas aquí, sin programarlas, y porque el navegador volvió a perderse por el imposible urbanismo gallego llevándome por enésima vez a una calle sin salida. Desde la primera caña he vuelto cada día. Las veraneantes somos animales de rutinas e, insisto, el lugar se llama Volver, así que resulta casi imposible no hacerlo. Carlos y Juan conocen mi nombre y el de mi pareja de este verano, mi perro Ons. Son generosos, te reciben con una sonrisa y una familiaridad sin estridencias que borra de un plumazo ese complejo de intrusa que siente una siempre en los lugares en los que está de visita. 

He dudado si compartir mi descubrimiento. Llevo días debatiéndome si contar o no que existe un lugar así. A favor de lo primero, la posibilidad de que alguien pueda sentirse igual de bien que yo estos días; en contra, el egoísmo de querer conservarlo sólo para mí y para quienes como yo hayan perdido el miedo a dejarse perder por los navegadores. Dudar es de gallegos y eu son galega 15 días al año. Al final ha podido conmigo mi natural incontinencia verbal y las ganas de Volver. Vengan.

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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