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Eva olvidada

Elena Lázaro

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Eva cabalga sobre los tacones de aguja con la misma facilidad con la que su hijo preadolescente la manda a tomar viento cuando le reprocha su descuido en el vestir. Eva no entiende que su primogénito no cuide un poco más su imagen e higiene personal. Ella, que no deja ni un solo detalle a la improvisación. Sus zapatos, el vestido, el bolso, los litros de tinte aplicados con minucioso celo para lograr restar algunos años a las arrugas de su cara…

Pasados los 40 es imposible no atender esos detalles. La ligereza de sus pasos es sólo una impostura para parecer más joven, un vano intento por volver 15 años atrás, cuando las tetas se sujetaban sin ayuda y su marido la deseaba de una manera casi enfermiza. Ahora toca sacar toda la artillería para despertar aquel apetito. Hay que hacer deporte –a las seis de la mañana antes de que comience la rutina de colegios, compra, trabajo…- dejar el café, el tabaco, la grasa; leer y mantener conversaciones interesantes… Cualquier cosa que sume atractivo a las arrugas que empiezan a esconder sus ojos. Incluso convertir en realidad lo que antes eran sólo fantasías compartidas entre susurros en la cama.

Eva ha acelerado el paso. Los tacones hoy no son una montura fácil. Tiene que huir de sus vecinas que le recriminan a voces la osadía que seguir queriendo disfrutar del sexo. “Puta”, gritan mientras ella echa en falta un par de centímetros más en su vestido azul e intenta ocultar su vergüenza tras su melena rubia perfectamente planchada. Las voces la bloquean.

Le echaría una mano, le prestaría mis chanclas, pero he olvidado su nombre.

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