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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

La buena vida, un tuerto y el Bar Cádiz

Plaza de Medina Sidonia vista desde el Bar Cádiz

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El día que aquel hombre perdió el ojo, Ale confirmó definitivamente su vocación. Al primero lo dejó tuerto un joven con poca paciencia, mucha droga encima y tantas ganas de bronca como caben en un viernes noche. El segundo se limitó a hacer su trabajo. El tercero, el agresor, andaba buscando pelea desde bien temprano y no había que ser un lince para saber que la noche podía acabar en tragedia.

Desde la ignorancia del turista, pero también desde la clarividencia que aporta un cerebro de vacaciones, pudimos imaginar con facilidad aquel final observando al personaje desde la terraza del bar de enfrente. Le vimos levantarse y buscar pelea hasta en cuatro mesas distintas. Nos sorprendió la infinita paciencia de quienes aceptaban sin responder los improperios y los empujones. Es lo que ocurre en los pueblos, que conoces tan bien a tus vecinos, que puedes anticiparte a sus movimientos y evitar la discusión pidiendo la cuenta y levantándote antes de que no haya vuelta atrás. Nos fuimos a dormir preguntándonos cómo acabaría la noche en aquella plaza llena de gente y con aquel joven convertido en una bomba de relojería. 

Regresamos a desayunar al mismo bar. Es la única manera de ganarse el respeto en los pueblos: volver siempre al mismo lugar y dejarse ver hasta que te reconozcan como una igual y no como una pretenciosa urbanita. Mi amigo Ignacio llama a esto “llanearse” y Rafa, “hacerse propio”. Una práctica que exige más tiempo del que yo le pude dedicar en tres días en el Bar Cádiz de Medina Sidonia, pero cuyo conocimiento me permitió pegar la oreja lo suficiente como para confirmar que nuestra predicción se había cumplido.

Los detalles del suceso los escuché de boca del camarero que nos había atendido la noche anterior. No me lo contó directamente, sólo lo comentó con sus compañeros mientras preparaban los desayunos. Luego sólo tuve que atar cabos y prestar atención al resto de conversaciones de la parroquia del Bar Cádiz, donde la clientela comparte café y conversación de un extremo al otro del local en un debate colectivo que lo mismo tira por tierra la última medida epidemiológica que comenta el último suceso del fin de semana. Que no os engañen, el brunch lo inventaron en un pueblo andaluz, donde una llega al bar a desayunar y va dejándose llevar de una conversación a otra aceptando la invitación de quien acaba de llegar con ganas de más charla y así hasta que el café se convierte en caña y la tostada en tapa. 

Así fue como pude conocer los detalles que me confirmaron que en Medina Sidonia hay desde el sábado un tuerto más, un delincuente menos y un enfermero de incógnito. Se llama Alejandro, es de Alcalá de los Gazules y acabó la carrera en junio. Aceptó encantado el trabajo de camarero (¡nuestro camarero!) mientras espera a que se abra la bolsa de empleo del Servicio Andaluz de Salud. Fue él quien atendió en primera instancia al herido después de que le clavaran una llave en el ojo. Taponó la herida y esperó a que llegara ayuda. Hizo lo que tenía que hacer. Sin pretender la heroicidad, pero consciente de su papel. Y así lo narraba, como quien acaba de servir una copa más de vino a los turistas de la mesa del fondo.

En realidad, de los tres días de desayunos y cenas en el Bar Cádiz saqué mucho más que el triste suceso que acabo de contar. Si valorásemos la vida sólo por las anécdotas más o menos afortunadas que ocurren cerca, los informes de Eurostat sobre la calidad de vida en Europa serían poco más que papel mojado. Me explico. 

Según la oficina europea de estadística, en nuestra calidad de vida tiene tanto que ver tanto nuestra seguridad real (basada en el índice de delitos) como la percepción que tenemos sobre ella. Según los últimos datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística, la seguridad real en España es aceptablemente normal, comparada en su contexto europeo. La tasa anual de delitos y faltas se sitúa en 45 por cada 1.000 habitantes. Y el perfil del autor de los mismos es el de un hombre de entre 18 y 30 años. Si hablamos de la percepción de seguridad el asunto se va complicando. Cuando entra en juego la subjetividad pasan cosas como que las personas que habitan zonas densamente pobladas tienen una sensación de inseguridad mayor que quienes viven en áreas poco pobladas, independientemente del número real de delitos que conste en el Ministerio del Interior. Dicho de otra forma para cerebros de vacaciones: en las ciudades creemos vivir menos seguros que en los pueblos, aunque los viernes de madrugada se repartan las mismas ostias en un sitio que en otro (pocas, según la estadística del Ministerio, insisto). Y esa percepción influye en nuestra calidad de vida porque el miedo casa regular con el bienestar.

Y de eso va lo que saqué estos días del Bar Cádiz (amén de la buena comida y el mejor trato): la buena vida está en llanearse y en aceptar los golpes cuando llegan. 

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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