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El toque Lubitsch

Luis García

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Nada en su mofletudo rostro, su histriónica gestualidad, su explosiva risa, su abotargado físico, sus inútilmente carísimos trajes, poseían huellas cercanas o remotas de un príncipe de la elegancia, de la inteligencia, de la observación, de la sutileza, de la ironía, de la gracia, de la identificable y genial complejidad artística. Tenía pinta de productor grosero, de tendero feliz, de inculto nuevo rico. Fumaba constantemente ostentosos puros, era adicto al polvo facilón, a las starlettes sin prejuicios cameros y ambiciones limitadas y a las putas de lujo. La palmó en la cama de una de ellas después de exigirle excesivo esfuerzo a su maltratado corazón. Pero, como afirma el lúcido tópico, no conviene fiarse casi nunca de las engañosas apariencias, de los disfraces útiles.

Estoy hablando del irreemplazable, añorado, adorado, eterna y gozosamente revisitado emperador de la más sublime comedia cinematográfica, de un arte con mayúsculas al que él imprimió ese toque, estilo, esa clase intraspasable que acredita a los grandes magos y a los genios sofisticados. Se llamaba Ernst Lubitsch y más de una docena de obras maestras hacen incontestable su viejo, actual y futuro reinado en el oficio de contar historias mediante imágenes y diálogos memorables. De provocarnos la carcajada y la sonrisa, de hablar incomparablemente del amor y del sexo, de demostrarnos que pueden convivir la gracia y el drama, de sugerirnos las más gozosas transgresiones relacionadas con la carne y el corazón, de burlarse de la falsa solemnidad, de la hipocresía, de la doble moral, del aburrido énfasis, de las aparentes grandes verdades.

Este fin de semana tengo la firme intención de volver disfrutar de una de sus más hermosas e hilarantes criaturas, de una joya titulada Ser o no ser, por la cual Shakespeare no se hubiera mosqueado ni exigido sibilinos derechos de autor, sino que con su inmenso sentido del humor habría disfrutado tanto como cualquier espectador con paladar. Lubitsch, judío con raíces asumidas, pero jamás fanático, la rodó en una fecha en la que su raza estaba siendo exterminada por un monstruo con bigotito y seguro de su condición divina (y no es el único al que he conocido que responda a estas características) que se había propuestos esclavizar al planeta. El rey de la comedia, que poco antes se había reído del comunismo más plano en la tan graciosa como romántica Ninotchka recibiendo la excomunión de la progresía más necia, volvió a utilizar la sátira como el más poderoso veneno para dejar en pelota viva al nazismo, para ridiculizar a los responsables de la mayor tragedia que vivió el siglo XX, centrándose en la invasión de Polonia y describiendo el disparatado triunfo de una compañía teatral sobre sus opresores.

Los miopes más lerdos (desde los tiempos de Adán los tontos están en mayoría) volvieron a ofenderse con el impertinente maestro del sarcasmo por tratar en clave de comedia un suceso atroz sin enterarse del poder de la risa como arma defensiva y letal contra el poder. Todavía hoy muchos prefieren el discurso concienciado, el ensayo sesudo, el mitin patriótico, el tono exclusivamente sombrío y solemne para retratar el drama. La risa, esa sensación impagable, les parece una intolerable frivolidad para el tratamiento de situaciones colectivamente trágicas. Peor para ellos. Los espectadores no sólo nos complacemos en las irreprimibles carcajadas o sonrisas que esta obra maestra nos proporciona sino que percibimos con nitidez y asco el ridículo de la prepotencia nazi, del servilismo hacia su grotesco jefe, de la crueldad y la devastación impune que estos hijos de puta pretendieron imponer y que te desborda racional y sentimentalmente cuando el actor secundario obsesionado con encarnar al shakesperiano judío Shylock puede escupir el lamento de este personaje (“Si nos pincháis, ¿no sangramos?; si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no reímos?; si nos envenenáis, ¿acaso no morimos?; si nos ofendéis y humilláis, ¿no debemos vengarnos?”) fuera de las bambalinas del teatro, utilizándolo pragmática y conmovedoramente en la vida real.

En Ser y no ser, como en todo el cine de Lubitsch, hay mil puertas cerradas o entreabiertas, un ritmo que no se permite ningún tiempo muerto, un reto continuo y abierto a la imaginación del espectador, una ingente cantidad de situaciones que se retuercen hasta el paroxismo y una indagación nunca maniquea sobre el cordón umbilical que une el anverso y el reverso de la vida.

Billy Wilder relató años después su dolorido comentario a William Wyler durante el funeral de Lubitsch:“Se acabó Lubitsch”, y la impresionante respuesta que recibió de Wyler: “Mucho peor que eso, se acabaron las películas de Lubitsch”.

Gracias por todo, señor Lubitsch.

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