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Vibra El Arcángel, barca verde de adelfa y blanca de plata

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Rafael Ávalos

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La afición alienta de principio a fin al Córdoba en su primer duelo por el ascenso a Primera con la mejor animación que se recuerda

Cada vez quedan menos huecos; cada vez se ve más completa la grada. No dejan de llegar aficionados. A cualquier zona del estadio. También los hay que visten camisetas amarillas. Son de Las Palmas. Son el enemigo, siempre en términos deportivos. Los espacios en que se reúnen Incondicionales y Brigadas Blanquiverdes se llenan. El sol está en su lugar. Aprieta. Da igual. Suena la música. Muy alto, por cierto. Tanto que agobia. Tanto que agota. Son las siete y media de la tarde. Quedan treinta minutos. El denominador común es la sonrisa. Todos muestran un semblante feliz. Todos pasean kilos y más kilos de ilusión. Lo divisan allá en el horizonte. Es la Primera. Sí, está ahí. Tan cerca y quizá tan lejos. Son dos pasos y no vale el tropiezo. Saltan los futbolistas. Aparecen los rivales y comienza un concierto de pito. Silbidos, muchos silbidos. Y van después los del Córdoba. La ovación es atronadora. El reloj avanza y nadie atiende a las manecillas. Falta muy poco. Casi nada.

Un periodista se coloca esta vez en la grada. De donde viene y donde puede expresar todo cuanto tiene dentro. Sin temor a ofensas. Sin faltar el respeto a compañeros y la profesión. La bufanda en el lugar que le corresponde. Pero el “juntaletras” no es el protagonista de la noche. Ninguno de los que van a escribir o van a vivir el partido en circunstancias similares a las de éste, pongamos que un servidor, lo es. Los grandes nombres del cartel de la tarde son los aficionados. Los que creen. Los que sueñan. Los que quieren llevar en volandas a su equipo. Atrás queda un recibimiento al equipo al que desean ver ganar. Unos dos mil, allá por las siete menos diez, rugen junto a la puerta 00 del templo. El que se levanta en territorio blanquiverde. Esta vez el aliento es mayor. Más intenso. Más numeroso. Y cuando resta algún minuto para las ocho… Los primeros acordes de la poesía hecha himno por Manuel Ruiz “Queco” llenan El Arcángel. Unos segundos nada más. Entonces toman la voz los seguidores.

Todos en pie. Todos con la bufanda en alto. Todos cantan. Todos, ésa es la palabra que mejor define el instante. Inolvidable por emocionante. Ligeramente, el cemento tiembla. Vibra el estadio. Describirlo con palabras es cuasi imposible. Uno lo intenta, en serio. Lo siente de cerca y controla con la mirada cada rincón del coliseo ribereño. No lo puede hacer de otra forma, lo lleva dentro. Es su profesión. Piensa en su contra. Pero enseguida comienza el partido. Perdón, es EL PARTIDO. No hay lugar al silencio. El Cordobesismo, con mayúscula inicial, no calla. Lanza proclamas de ánimo cuando toca, silbidos de presión al rival cuando es momento de ello y palabras poco agradables de vez en cuando al árbitro. El balón rueda. Las ocasiones llegan. El gol se resiste. Un aficionado que no conoce de nada al periodista posa una mano sobre su hombro cuando las mallas parecen estar a punto de quedar perforadas. Es fútbol. No es necesario saber cómo se llama ése de al lado para compartir todo. Sufrimiento, alegría, comentarios.

El encuentro sigue. El rival también da la cara. Y el aficionado padece. El “juntaletras” también. Los dos, como el resto del estadio, respira cuando el probable peligro ya no lo es. Desaparece la ansiedad y resurge la ambición. Todo cambia en cuestión de segundos. De una jugada a la siguiente. Se marcha la ambición y vuelve la ansiedad. Pero los cerca de veinte mil fieles, la voz y el alma únicas que componen, creen, quieren y desean. Confían. No callan. “Volveremos”, cantan. Lo tienen claro. No dudan. “Que sí, joder, que vamos a ascender”, aseguran mientras se aproximan a la afonía. El colegiado no acierta. Se enfadan. El adversario ataca. Silban. El Arcángel, otra vez, como cada minuto de los noventa y pico que dura el duelo, vibra. El gol no llega y todo acaba. No. No acaba todo. Aún quedan otros noventa y pico. Aún existe una enorme ilusión. Nadie se marcha. Las gradas rugen y en el césped se agradece. Está claro. El Cordobesismo es quien maneja esa barca anclada a orillas del río, verde de adelfa y blanca de plata al mejor de los destinos.

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