“Ni las derrotas son para siempre ni las victorias son eternas”
Ha muerto Andrés Ocaña. “El desaborío más simpático que yo he conocido”, como lo definió su amigo Marcelino Ferrero. Ocaña (Aguilar de la Frontera, 1955) es el primer alcalde de la democracia en Córdoba que nos deja y seguramente el más municipalista de todos, con el que la ciudad fue especialmente injusta en 2011. No lo digo yo: hay unanimidad en políticos de todos los partidos en que Ocaña no se merecía el castigo de las elecciones municipales de 2011.
“Ni las derrotas son para siempre ni las victorias son eternas”. Con esta frase, Ocaña se despedía de la política activa y cedía el bastón de Alcaldía a José Antonio Nieto, que había ganado con mayoría absoluta aquellas elecciones. La noche electoral de mayo de 2011, aquella en la que el castigo se cebó con el profesor Ocaña, mantuvo su media sonrisa eterna rodeado de los suyos: de su familia, de sus amigos y de sus compañeros, que estuvieron con él hasta el final. Mucho más entero que todos, como si se esperase el castigo, en parte también aliviado por descolgarse una mochila demasiado pesada, solo tenía un deseo: “Me quiero jubilar como profesor”, no como político. Y lo hizo.
La Alcaldía de Andrés Ocaña puede ser una de las más convulsas a las que se tuvo que enfrentar un regidor en la ciudad, más allá de los primeros años de Anguita. Asumió el bastón de mando tras la fuga de Rosa Aguilar, su amiga, a la Junta de Andalucía en dos años en los que la crisis económica estaba azotando fuerte. Gestionó la lluvia de millones de los famosos planes anticrisis, encauzó la candidatura cordobesa de la Capitalidad Cultural con la que se pasó un primer corte y se apuntó un hito por el que será recordado siempre: la peatonalización de la calle Cruz Conde. Pero al final de su breve mandato se enfrentó a unas históricas inundaciones que forzaron la evacuación de miles de parcelas construidas irregularmente junto al Guadalquivir.
Antes de su muerte ya había unanimidad. Andrés era una buena persona, un buen hombre. Con un carácter particular y un humor que a veces era muy bueno y a veces muy malo, el profesor Ocaña nunca decía que no a nadie y siempre buscaba una solución. Un hombre de ciudad. Presidente de la Gerencia de Urbanismo, concejal de Presidencia, portavoz de IU, coordinador provincial de IU, portavoz también en la Diputación, histórico fundador del sindicato de enseñanza Ustea, Andrés Ocaña era por encima de todo un hombre de ciudad. Conocía sus barrios, sus calles y a su gente. Ganaba en la distancia corta y era tremendamente tímido en aquellas más amplias, más de masas.
Ha sido lo más grande que tenía, su corazón, el que ha fallado, como recordaba anoche su amigo, también el mío, el periodista José Luis Rodríguez. Andrés ya tuvo un susto hace tres años. Se recuperó. Un día me contó su operación, el extra omnes. Con su media sonrisa, le advertía que yo me mareo viendo la sangre, y como siempre, cariñoso, se rió y puso su mano en mi hombro.
Andrés era un profesor que escuchaba. Las mejores charlas, las mejores lecciones, las daba ya fuera de Capitulares, cuando se aflojaba la corbata y se sentaba en un velador de la plaza de las Cañas, donde ya lo echamos de menos, o en la barra de un bar de la calle Capitulares. Allí hablaba de Historia, mucho, pero también de sus primeros años en política, los más felices, y de como siempre se mantuvo fiel a sí mismo, a sus siglas, a su ideología y a sus amigos.
Que la tierra te sea leve.
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