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Vino español

Elena Medel

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Los parásitos constituyen el eslabón menos amable de la cadena alimenticia. Usted escribe parásito y se imagina a un asesor colocado por un partido en alguna institución, algo así como ese compañero del instituto que solo aprobaba gimnasia y religión y que algún lustro más tarde asiste en silencio y trajeado a las ruedas de prensa en las que otros gesticulan mucho y declaman un discurso pergeñado por otro —quizá su compañero, que suspendió lengua— mientras leen —los declamadores, no el excompañero asesor— siguiendo con el dedito para no perderse. Usted se lo imagina así, y nada más lejos: él ha ascendido un eslabón en la cadena alimenticia y le mira no por debajo del hombro, sino desde Lo Altísimo de la Torre de la Catedral, si esto resultara posible.

Pero refirámonos a la nutrición, el asunto que verdadero hoy nos ocupa; los parásitos comen lo que pillan y a los parásitos, habitualmente, se los terminan comiendo. De representarse la cadena con imagen vertical y no como círculo de todos con todos, en plan uróboros borgiano o en plan noche de sábado en la que has bebido demasiado y ya verás cuando despiertes y con quien despiertes, que sorpresas te da la vida, los parásitos —retomo— ocuparían el entresuelo de la cosa trófica, el sótano que en las fotos de Idealista parece que sí pero que en la realidad 0.0 es que no.

Un poquito más gráfico: ayer sábado, por la tarde, a eso de las cinco y media. Pongamos que usted planificó su asistencia al Vía Crucis Magno, que yo ahí ni entro ni salgo. Pongamos que pagó por su silla para no complicarse e ingerir su bolsita de frutos secos con comodidad, o que invirtió la noche del viernes en comparar recorridos de sus hermandades favoritas —como quien compra el abono de un festival con varios escenarios, se calza unas lonas y se viste con unos pantaloncitos cómodos, y ea, a hacer el indie— y trazar su itinerario, o que el sábado almorzó de bocadillo y se sentó en algún punto concreto del meollo y no se movió hasta que despertó un día más tarde y la barredora de Sadeco y el dinosaurio de Monterroso y el propio Monterroso revivido estaban allí.

Ese es usted. Usted constituye el eslabón menos amable de la cadena alimenticia. Antes que usted dibujaríamos a los árboles y las plantas en nuestro cuaderno con hojas de cuadritos, pero esos pacen a la orilla del río y les quedan dos telediarios, porque estorban.

Usted paga sus impuestos y vive, lo repite su madre a sus amigas en la terraza del bar en el que desayunan desde hace varios siglos, con honradez. Lo mismo usted trabaja, lo mismo usted no: en todo caso presenta sus declaraciones, acepta todas las subidas de los impuestos, bufa en su sofá ante los recortes de los servicios públicos, no ha incluido a su hija en ningún ERE fraudulento ni a final de mes le han dado un sobrecito pal pecho por lo bien que lo ha hecho. Mientras usted actúa así y ni así duerme a pierna suelta, a unos metros, los dos eslabones restantes de la cadena alimenticia brindan con vino español.

Unos son los descomponedores, entre los que se incluyen los carroñeros y quienes se alimentan de la digestión externa —los chupópteros, por alejarnos de la ciencia y emplear el día a día—, y otros los depredadores, que qué les voy a glosar que ustedes no sepan sobre los depredadores, figura conocida por todos.

Ambos eslabones brindaban ayer por el Vía Crucis Magno en el Centro de Recepción de Visitantes. El Centro de Recepción de Visitantes, ese edificio junto a la Puerta del Puente que les puede gustar o no les puede gustar pero que ya no se puede hacer nada, se terminó hace años, se entregó en enero y continúa vacío y cerrado. Que yo sepa ha albergado inauguraciones diversas —según la conveniencia del político o el partido de turno—, la visita del jurado de la capitalidad —un besito, Manfred— y, ayer sábado, por la tarde, a eso de las cinco y media, una copa de bienvenida a los responsables de las hermandades cordobesas y a distintas autoridades espero que de la ciudad —ignoro si también de la provincia, la comunidad y no pare de contar—, campo semántico que incluirá a altos cargos, bajos cargos, concejales con dietas y el compañero del instituto que no aprobaba porque sus tardes transcurrían ya en la agrupación haciendo méritos para el carguito que lloverá del cielo, como los hombres o el café, según la canción.

Más allá de la duda metafísica que se cierne en torno a la idoneidad del término copa de bienvenida ofrecido —no la palabra, no la unión del sonido y su representación y el concepto, ay el concepto, que la pronunciación de copa de bienvenida nos instala proustianamente en la garganta, sino la copa en sí, que al centro y padentro— a seres humanos que ya viven aquí y que de hecho campan por la ciudad como desean durante todo el año —ya no solo en Semana Santa—, lo que me aterra es que un equipamiento pagado por todos, mantenido por todos, necesario para todos en el fondo, aunque jamás lo pisemos, continúe homenajeando a Pedro Soto de Rojas, que aquí ni fu ni fa: paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos.

Pues eso. Jardines abiertos para nadie, ni siquiera para el codiciado japonés que pernoctará en Córdoba gracias a nuestros espectáculos nocturnos de luz y sonido, y que podría informarse sobre la ciudad que aún desconoce, qué fue y qué es, qué le ofrece, y comprar algún recuerdo para su madre japonesa, y enviar por wassap a sus hijos japoneses una foto del río desde la terraza. Mucha prisa para algunos asuntos y ninguna para redactar un pliego de condiciones que permita la apertura del Centro. Mucha prisa para algunos asuntos, claro, y ninguna para entregar el Centro, en su día, que aquí la ley dicta que ante la metedura de pata la culpa recae en el enemigo. Entre unos y otros, el Centro de Recepción de Visitantes cerrado excepto para una copa a cofrades y políticos, el C4 cerrado excepto para quienes gusten del desvalije de elementos diversos, y nosotros, el eslabón más sufrido de la cadena alimenticia, a palo seco.

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