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Las rebequitas

Elena Medel

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La Ilíada no es un libro sobre la guerra, La Odisea no es un libro sobre el regreso de un hombre a casa, El Quijote no es la primera road movie —ni la primera comedia de dos antihéroes patosos y encantadores—, Ana Karénina no es una novela sobre la infidelidad. Los buenos libros nos ofrecen justo aquello que necesitamos escuchar: La Ilíada, La Odisea, El Quijote o Ana Karénina abordan los temas que nublan a su lector. Por ejemplo: a mí Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, me habla sobre las rebequitas.

«Por Dios, las rebecas, qué amor les tenéis las chicas de provincias a las rebecas», espeta Lydia, su suegra recién llegada de la capital, a Gertru, la muchacha que ha abandonado el instituto para preparar su boda. Lo reprocha en una novela que transcurre en la España de los años cincuenta, pero en la que Martín Gaite apenas desliza pistas para identificar dónde: las menciones esquivas a las dos catedrales, al río o a la gran plaza castellana, sitúan a Lydia y a Gertru y a Tali y a Pablo Klein en Salamanca, aunque esa falta de concreción, esos silencios, nos permitirían imaginar las actitudes de sus personajes en cualquier localidad mediana española de la época. Hombres que imponen su pensamiento, mujeres que les obedecen y chicas que sueñan con estudiar y trabajar al margen de los designios familiares.

Y rebequitas, claro. Rebequitas escondiendo los hombros de las muchachas que estudiarán algo sencillo y cuidarán de su hogar y educarán a sus hijos. Rebequitas protegiendo la piel de la intemperie; rebequitas protegiendo a cada personaje del frío y de las opiniones adversas y de las maledicencias. Rebequitas, también, para camuflarse: para pasar desapercibido cuando conviene, para destacar en el momento ídem.

Más o menos.

Lo de las rebecas me fascina por lo mismo que lo de las chaquetas: que la opinión de uno se transforme con la facilidad de una manga que se desliza, y hasta luego, y otra que se despeja, y adiós, y el cuerpo que se derrumba sobre la silla desde la que charlas o junto a la cama y ahí va la rebequita. Me fascina que la coherencia se desvanezca con esa facilidad: según el aire.

Ahora, con el cambio de tiempo, con los días que se despiertan frescos y se marchan a dormir sin sábana siquiera, muchos salen a la calle con la rebequita a mano. Para unos, una; para otros, otra. Como la chaqueta que ahora visto, por un tono o por otro, no surte efecto, me la voy cambiando poquito a poco, con lentitud, para que nadie perciba mis movimientos, y así, para cuando lleguen, ya luzco mi uniforme, preparado.

Yo es que no lo comprendo. Quizá porque me gusta ir ligera de equipaje: tolerar —o intentarlo— el poquito de frío o el poquito de calor y si me resfrío o un poco o si la piel se enrojece, pues me aguanto. Otros, sin embargo, optan por la comodidad: a la mínima, una rebequita, y otra, y así un armario con diversas variantes, siempre preparadas por si la coyuntura.

Pero por dios, las rebequitas. Qué amor profesan algunos a las rebequitas.

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