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Nada como el hogar

Elena Medel

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Ay.

Se está tan bien en casa.

En tu sofá, con tus piernas al calor del brasero, resguardado por la tela de la mesa camilla, observando con melancolía el exterior: ahí la lluvia y el frío, aquí las chapetas y la riqueza energética. A tus cosas, en su relax del final del día, con tu ordenador encendido opinando en el Twitter, con tu ordenador encendido opinando en el Facebook, con tu ordenador encendido saltando por los hechos que estremecen el globo, que si una guerra, que si un desahucio, todo eso, comentándolo en voz alta mientras aproximas al calorcito la pantufla.

Se está tan bien.

Se está tan bien en casa y se procesan con tanta lucidez los titulares. Se está tan bien en casa con el pantalón del pijama, con el yogur de la cena en el estómago, analizando qué ha deparado la jornada: la espera en el supermercado, lo de la corrupción. Se está tan bien en casa, claro, en la casa de uno o una, o en el despacho, con la calefacción tan alta que te obliga a remangarte, cumpliendo con tus deberes, feliz y protegido de las inclemencias.

Se está tan bien que reflexionas. Que el bienestar se apodera de tu cuerpo y de tu mente y ya actúa por sí mismo. Que eres el secretario de un ayuntamiento y, afanado —cuarta acepción según el DRAE— en mejorar el universo, aflojándote la corbata por la temperatura alta y el peso de la responsabilidad y la capa de superhéroe, que te aprieta el cuello, informas que te informas. Y crecido en tu responsabilidad desarrollas una investigación que nadie te ha solicitado, salvo los «diversos ciudadanos» que te transmiten «puntuales quejas verbales», ojalá que a pie de taberna, ese cauce oficial; que tú, recapitulemos, oh tú al rojo vivísimo, tú indicas en tu obra magna de la iniciativa propia el delito flagrante —tercera acepción según el DRAE— de quienes venden pañuelos de papel en los semáforos.

Tú puntualizas: «en la calzada». La invaden. Mendigan; puntualizas más. Sorprenden a los conductores que aguardan el disco verde. Provocan frenazos bruscos. Quiebran con la furia animal de sus bolsas de plástico los cristales de los automóviles, roban a los niños que juegan con las tablets ofrendadas junto a sus zapatos en la noche de reyes, tras raptar a esos niños se los comen en el mismísimo paso de cebra, y se acercan a las horrorizadas madres —la cremallera del chándal colgando de la boca— y les cortan los dedos para empeñar sus anillos de casadas en el Compro Oro más cercano, y botín a botín ahorran —en huchas del Domund robadas— para comprar armas en el mercado negro y aniquilar con ellas a ancianos, enfermos y autónomos.

Así se comportan los vendedores de pañuelos de papel.

Esta es la realidad.

Y tú la has destapado.

Y tú, con la manta eléctrica de tu moral, temeroso de arder en el chubesqui de lo incorrecto, cliqueas dos veces en el procesador de textos, seleccionas la opción del nuevo documento y redactas. Y recuerdas que algunos de ellos son «originarios de otros países» y te enciendes. Y presentas Ese Informe Que Nadie Te Ha Pedido, y quienes tendrían que habértelo solicitado confirman que esto no va con ellos, que no van a hacer nada, que no están en eso por mucho que te hayas repasado las leyes para delante y para detrás, igual que se baila a cierta hora en los convites, con ese mismo entusiasmo ciego por la vida, como si las palabras de ese informe las susurrara un cisne moribundo.

Voy a llorar.

Tú lo entregas y te ignoran. Habrá quien se escandalice, y tú te taparás los oídos, y habrá quien te apoye, subrayando que provocan una mala impresión en esos turistas que abandonan el soporcillo de la alta velocidad para sumergirse en la modorrilla de su habitación de hotel y cómo no se les va a cortar el cuerpo con la pobreza, los paquetes de pañuelos, la miseria en esta ciudad magna. La «mala imagen», arguyen. No los hechos, no las cifras, no la verdad, sino la impresión de un señor de Murcia que duerme aquí una noche y regresa a su hogar y conmina a los suyos a no pisar Córdoba, localidad en la que un vendedor de pañuelos intenta ejercer su innoble oficio y, al no lograrlo, se comporta tal y como he descrito en el párrafo séptimo de la presente.

Voy a llorar.

Pero eh, vosotros, tranquilos con la calefacción encendida, saciados con el plato a rebosar: que ni el hambre ni el frío os visiten, que no os alcancen ni la necesidad ni la desesperación, que vender un paquete de pañuelos por la calle no se convierta en vuestra única opción para protegeros bajo un techo o alimentaros de pan y de leche. Que todos vuestros problemas, y los de vuestro entorno, y los de la ciudad que imagináis, pero que no existe, se limiten a la supervivencia del gremio de los vendedores de pañuelos y su aparición en un semáforo.

Pero ay.

Se está tan bien en casa.

Con la estufita.

En la camita.

Ay, el confort.

Ay, la ignorancia.

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