El esplín de Lepanto
En mi barrio huele a cloro. Huele a cloro en la manzana del gimnasio, junto al parque, y huele a cloro si te aproximas por la calle de las casas bajas; ahí se activa el sentido. Allí, sin embargo, huele más a la conversación de las abuelas que, como sucede en otros barrios, como sucedió en otros tiempos, arrastran su silla a la calle y charlan las unas con las otras en la puerta, y se muestran fotografías de la juventud, y elogian la belleza ya ausente comparándola con la de las grandes actrices de la época. Pareces una actriz de época, se repiten las unas a las otras, con la boca grande y la voz alta: a eso huele esa calle.
Esa calle se adivina desde la ventana del dormitorio de mi hermana y desde la ventana del dormitorio de mis padres y más desde el balcón de la terraza; la calle de las casas bajas, me refiero, no la calle del gimnasio. En la calle del gimnasio hay cafeterías y una ortopedia y un salón de juegos y algún local vacío. En la calle del gimnasio huele a gente. Se escuchan las zapatillas de deporte y la música alta en primavera y en verano, en la época de las ventanas abiertas, y se escuchan la música altísima y las indicaciones de los monitores y el ruido de las zapatillas de deporte contra el suelo, y el sonido oculta el olor a cloro aún más intenso en primavera y en verano. Se escucha en esa calle, también, a la gente que se reúne para desayunar por la mañana: huele a churros con chocolate hasta en verano, y a la alegría de la acera que invaden las terrazas, y no importa en este barrio en el que el resto de las calles huelen a locales vacíos.
Cuando mejor huele a cloro es por la noche. Por la mañana con los recados, por la tarde en dirección al centro, huele a cloro igual; pero el olor crece por la noche, con el silencio invadiendo la calle larga del gimnasio. Quizás porque por la mañana y por la tarde se camine más rápido, con la prisa de cumplir los horarios, y la noche en cambio se demore en el no querer regresar a casa y fijarse en quienes se cruzan con nosotros. Está la pareja que se despide ante la puerta del salón de juegos, y que ni se besa ni se abraza, y que sin gestos se separa, y ella al coche, y él la vuelta; está el sonido de las botellas que los adolescentes del barrio mezclan en el parque, y está confundiéndose con el sonido de las botellas que beben los mendigos en el banco de al lado. Están quienes recogen las terrazas y está la luz de la tienda de chinos.
Han abierto otra a unas pocas manzanas, en la calle de las tiendas cerradas, y por la noche el chino aguarda en la puerta, sentado, en una silla igual a la de las señoras, y atiende con interés a los éxitos de la radiofórmula. No me he fijado si los escucha gracias a un transistor o a un teléfono móvil. Hablo desde el olfato y el oído.
Quizás por todo eso, por lo de por la mañana y por lo de por la tarde, quizás por todo eso por la noche huele más a cloro en mi barrio: y es un olor distinto al de las piscinas de la infancia o de la sierra. No huele a bocadillo ni a toalla. Huele a cloro. Huele a química pura y a limpieza pura, a la vez, aunque no lo parezca, huele a algo irreal que puede tocarse: primero daña en la nariz y luego la acaricia.
De camino a casa por la noche, después de apurar en la oficina o después del cine de verano o después de a saber qué, aminoro el ritmo de la marcha en la calle del gimnasio. Aminoro el ritmo de la marcha al dejar atrás la biblioteca, y los contenedores antes del mercado, y el mercado —que huele, normal, a mercado: otro día escribiré sobre el mercado, sobre los puestos llenos del mercado y sobre los puestos vacíos del mercado—, y paseo lenta a la altura del parque, y respiro hondo a la altura del gimnasio, y huele a cloro, y el olor a cloro se disipa al cruzar la acera, pero se me graba en la cabeza, en la nariz, en la memoria que en mi barrio huele a cloro, y no hay más que hablar.
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