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Una defensa del salmorejo cordobés

Elena Medel

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«Aceite de Baena, vinagre de Montilla-Moriles, sal del Piedra, ajo de Montalbán, pan del Vacar, tomates de Alcolea, jamón de Los Pedroches y huevos de gallina criada en una parcelación ilegal», declamó Moisés nada más bajar del Monte Sinaí, como quien regresa de Los Villares tras una jornada de perol con los compadres, echándose airecito en el pescuezo con una gorra presidida por el logo de una antaño gran empresa local, hoy en concurso de acreedores.

Sus seguidores tomaron nota y ya actuaron en conciencia: unos majaron, otros recurrieron a la batidora de brazo, y los que empeñaron el becerro en el Compro Oro de la esquina tiraron de Thermomix. Otros infieles, más tarde, más al sur, cordobeses de mal, sustituyeron los taquitos por atún a discreción, y cambiaron los ingredientes en nombre de la vanguardia, pero estas decisiones forman parte de la interpretación sincrética de las escrituras. Porque esas tablas de la ley sabían a verdad: sabían a manjar de los dioses, a manzana del paraíso, a vino sin aguar; se pasaban por el cuenco de barro las metáforas de los poetas grecolatinos para referirse a la ambrosía.

En esas tablas de la ley figuraba la receta del salmorejo auténtico. Aceite, vinagre, sal, ajo, pan, tomates. SALMOREJO CORDOBÉS.

Porque el salmorejo se inventó en Córdoba lo mismo que Edison inventó la vida moderna en Menlo Park.

Por todo esto el jueves por la tarde me sentí ultrajada. Y me sentí ultrajada el viernes y me sentí ultrajada el sábado y me siento hoy ultrajada y mañana, que será lunes, ni les cuento. Me siento doña Elvira y doña Sol en el robledo de Corpes, golpeadas por los infantes de Carrión, humilladas mientras su padre jura «por esta barba,/ que nadie me mesó» que, ay, ¡afrentas a él!; igual que si un comando de sevillanos de pro, con sus patillas de hacha y sus camisetas del Betis —o del Sevilla, rojas como el tomate— y sus segundas residencias en el Rocío, hubiera derribado la puerta de mi oficina y me hubiese despojado del vestido fresquito, tarareando marchas de Semana Santa y pateándome con sus zapatos sucios de albero, conectando el Cantar de Mio Cid con La naranja mecánica. Así. Así me siento; de esta manera al conocer que el Ayuntamiento de Sevilla promueve un concurso de tapas autóctonas entre las que incluye, a saber, el rabo de toro y el salmorejo, y nos desahucia de su origen, y qué será lo próximo, el flamenquín, las berenjenas con miel: ya se me quiebra el corazón.

Lo primero, lo del rabo de toro, pues vale, pero lo del salmorejo no. No a que los sevillanos, con Zoido y Siempre Así a la cabeza, se apropien de la receta que el descubrimiento de América nos legó. Menos mal que los cordobeses sabemos reaccionar: menos mal que los cordobeses no sabemos vender lo nuestro, pero sí sabemos defender lo nuestro. Que dividimos las aguas del Mar Rojo con la fuerza de nuestros tuits, que nos encendemos como zarzas con tal de plantar cara a los abusos.

Menos mal.

Una ciudad que llega tarde a todo, a la política populista, a las páginas de sucesos, debe luchar por la conservación de lo poco en lo que ha sido pionera. Si nos quitan el salmorejo, si los sevillanos nos arrebatan el salmorejo igual que se han apropiado de la sede central de Canal Sur y las consejerías de la Junta y sus agencias y de los parques temáticos —que todavía a muchos nos duele que se torciera lo de Al-Mansur—, ojo, si eso ocurre comentaremos en la versión digital de los periódicos, crearemos un hashtag y nos indignaremos en las redes sociales. Nadie detendrá nuestra furia virtual, al fresquito del pingüino, con una cerveza en vaso helado.

Yo lo comprendo y yo lo apoyo. A mí me parece bien este fervor y esta defensa ferviente del salmorejo frente a los desmanes de los sevillanos, esa raza cruel. Ni toda la rabia ni todas las mayúsculas del mundo repararán el honor mancillado de nosotros, los cordobeses, principio y fin de la crema de tomate. Supongo que por los calores todavía nadie se ha echado la calle, se ha manifestado ante algún organismo oficial o ha ofrecido una degustación masiva en la Plaza de la Corredera. Desde luego, cualquier acción se queda corta: hemos de denunciar este abuso por parte del Ayuntamiento de Sevilla, porque si nos quitan el salmorejo no nos queda —por desgracia— nada.

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