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Los buenos tiempos

Elena Medel

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Todas las viviendas de todas las ciudades del país recibieron este miércoles una octavilla igual en el buzón: aquella que, con letras blancas sobre fondo rojo, anunciaba la venta de pizzas por un euro.

Ofrecían pizzas por un euro y ofrecían, también, si no recuerdo mal, helados y refrescos por el mismo precio. Todos los buzones de todas las oficinas de esas ciudades de este país amanecieron con la información entre los sobres con facturas y los sobres con currículos; quizá algún empleado la guardara en el bolsillo, quizá terminara en la basura porque no estamos para dispendios.

La oferta se anunció en la pausa publicitaria de los programas de la mañana, en la de los programas de la tarde, y se recordaba con un banner en las páginas de búsqueda de trabajo y en los diarios digitales y en alguna red social. Yo la recibí por correo electrónico y por el mensaje de whatsapp de una amiga, por si no me había enterado.

El primero de los días de la oferta, el miércoles, me fallaron las matemáticas al asomarme a la tienda más cercana a mi casa. En la pizzería, a las siete y poco, tarde para la merienda y temprano para la cena, aguardaban sentados en bancos, organizados en filas para esperar sin jaleos, en la puerta no sé si fumando con nervios u obligados por el gentío. No diez, no veinte: vecinos de distintos barrios, grupos de edades diferentes, abarrotando la franquicia en busca de pizzas de un euro.

Me crucé con grupos de amigos, un poco más jóvenes que yo, que regresaban cargados con dos o tres pizzas cada uno. Me crucé con varias madres cargadas de cajas: una bolsa de plástico a reventar —seis, siete cajas— en una mano, en la otra las que permitía el espacio entre el pulgar y el índice, no más de dos o tres. La imagen se repitió al día siguiente, fuera del trabajo, tarde, cuando me crucé con una mujer cargada con doce pizzas.

La noche del miércoles M. me escribió para que no preparase la cena: traía pizza. Me traía una de las pizzas en promoción, porque ella y varias de sus amigas habían aguardado durante horas en esa misma pizzería en la que yo no las distinguí para comprar varias pizzas cada una, y las habían comido en casa de una de ellas, y M. me había guardado la que le sobró. La oferta obligaba a comprar la pizza a un euro en el local, y fría sabía a chicle duro; con apenas una fina capa de tomate y otra de queso para justificar su nombre, con tres tiras mal contadas de jamón de york, yo agradecí y completé con los ingredientes que fui encontrándome y calenté en el microondas —medía justo un plato— y cené aquella pizza de un euro correosa.

Reconocí el gesto: pocos regalos más puede ofrecerme.

Asumí la situación: pizza pobre a precio de pobres.

Pizza al fin y al cabo.

Igual que en el poema de Antonio Gamoneda, aunque no en ese momento, aunque sí después, pensé en todas las familias que en todas las ciudades del país cenarían también pizza de un euro, y se sentarían a la mesa igual que un viernes o un sábado antes de la catástrofe, frente al televisor, riendo entre porciones.

Igual que en el poema de Manuel Vilas, aunque no en ese momento, aunque sí después, pensé en el precio: un euro. Pensé en la posibilidad de comer pizza igual que antes, comprándola en un establecimiento de los que se anuncian por la tele, paseando el rojo de la caja de cartón por la avenida para que todos te identifiquen y reconozcan, impregnando el portal de olor a recién hecho.

Este artículo no tiene nada de gracia.

Tampoco las decenas de personas con su monedas de un euro en un local para comprar una pizza mala. Tampoco esas monedas de un euro, contadas una a una, del bolsillo al hueco de la palma de la mano. Ni el sabor de la pizza de un euro, pacata, más masa que contenido, maltratando los dientes, recordando a qué podemos aspirar.

El miércoles y el jueves muchos cenamos o almorzamos una pizza por un euro.

Un buen trato.

El precio del regreso, durante seis o siete mordiscos, a los buenos tiempos.

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