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Artículo con moraleja

Elena Medel

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En los autobuses escucho.

Finjo leer o concentrarme en la pantalla del móvil o la vida sobre los pasos de cebra, pero no: en realidad en el trayecto de casa a la oficina o de la oficina en casa vivo —lo confieso— de las conversaciones de otros.

Así que el miércoles, en el autobús a primera hora de la tarde, cuando muchos ya almorzaban o incluso sesteaban, yo escuchaba. Escuchaba, sobre todo, crónicas de feria: las aventuras de quienes ya la habían pisado, las desventuras de quienes regresaban para ducharse, arreglarse y salir. Una señora había comprado entradas para el circo; dos estudiantes no habían podido eludir una tutoría, y habían preferido incorporarse tarde al botellón de su clase.

Y así.

En el autobús éramos demasiados y habíamos esperado demasiado: nuestra parada fue la última en aceptar viajeros hasta casi llegar a su destino, y los siete u ocho minutos habituales se habían multiplicado por dos. Enfilábamos Ronda de los Tejares y Colón y las Ollerías sin problema, deteniéndonos ante los semáforos y sorteando coches en segunda fila. Salvo por el exceso de equipaje, nada diferente a otro miércoles e otra semana.

Sin embargo, a alguien se le ocurrió lanzar un mensaje al resto de viajeros: que si qué pocos autobuses a esa hora, que si ayer uno intentó coger el 7 en la Cruz Roja por la tarde y ya no había manera, que si con tanto semáforo iba ya para una hora en el autobús. Y el conductor, amable y paciente, educadísimo, explicó que los autobuses eran los mismos y los conductores eran los mismos, pero que alguno debía emplearse en los servicios especiales de la feria, y que muchos cordobeses utilizaban las líneas que paran cerca del Arenal por creer ahorrarse unos céntimos, lo que obligaba a dejar en tierra en más de una ocasión a quienes realmente necesitaban usarlas.

Todo muy claro. Todo muy correcto.

Pero la respuesta no gustó. La respuesta, me imagino, tendría que haber sido ole ole o arsa o qué ganas tengo de quitarme el uniforme y pedirme un roncola. Pero la respuesta significaba en cierto modo teta y sopa no caben en la boca, o no pretenderá usted que con la ciudad paralizada durante una semana todo funcione como en un día normal.

—PERO A USTED NO LE GUSTA LA FERIA O QUÉ —inquirió a grito pelado una señora apoyada en mi hombro.

—No tiene nada que ver, pero no.

En ese momento el conductor se transformó en Belcebú mismísimo. A decir del pueblo tomaba las curvas con brusquedad; varias señoras ejercitaron una danza de inspiración maorí colgadas de las barras, como cayéndose por los frenazos. La indignación inundó, como un fantasma, hasta los asientos de cuatro. Todo era ya premeditación y alevosía en los gestos del conductor, un monstruo a ojos de los viajeros: se demoraba ante los pasos de peatones para que la señora con las entradas para el circo se perdiese el número de los leones, para que las estudiantes bebiesen durante media hora menos.

El pueblo habló.

Y elevó la opinión del conductor sobre la feria a la categoría de Asunto de Estado. Ya no importaba esperar más, viajar con un codo en el pecho y un señor adosado a la espalda, ya no; la cuestión peliaguda, la polémica, versaba sobre la opinión de un pobre señor que hacía su trabajo y que, ay, no compartía los gustos populares.

Yo mantuve silencio.

Y pensé: que la furia de la señora que preguntaba a gritos se escuche con igual rotundidad en una manifestación, que la premura de la señora con entradas para el circo exija también soluciones a quienes la machacan en el día a día, que las estudiantes sin futuro se den prisa en reclamar uno.

Pero yo en los autobuses escucho, y no hablo.

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