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Se lo merecen

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José Carlos León

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En algún otro artículo he compartido uno de los recuerdos más frustrantes de mi juventud, allá por principios del siglo y en plena burbuja inmobiliaria. Entonces, al parar en cualquier semáforo con mi coche de segunda mano, miraba con envidia de la mala como al lado paraba un chavalote pisando el acelerador de su Audi o BMW, en esa época en la que parecía que los regalaban con las tapas de los yogures. Mientras yo terminaba la carrera o empezaba a malvivir en el mercado laboral por 90.000 pelas al mes, ese chaval que seguramente había dejado el instituto se estaba forrando en la obra (en esto no le quito ni un gramo de mérito), ganando lo que yo no he ganado en mi vida y sin preguntarse siquiera si merecía ese pastizal.

Era la España del pelotazo, en la que el que no sabía hacer la o con un canuto era un triunfador y el universitario un gilipollas que malgastaba los mejores años de su juventud en la facultad sabiendo que al final su único destino era la cola del paro. Tanto tenías, tanto valías, sobre todo si lo que ganabas (si en negro, mejor) te daba para un carraco y copas sin fin en un privado de la Maná. Así de sencillo.

Sé que es un discurso políticamente incorrecto, sobre todo ahora que mucha gente las está pasando putas, pero un día a ese chavalote le llegaron los problemas, porque la burbuja explotó, se quedó sin nada que hacer y con menos papeles que una liebre. Entonces ya no tenía para pagar las letras del Audi ni las copas, y llegó la cruda realidad. La nada. Y de ahí vienen muchos de nuestros problemas.

Pero yo me quiero fijar en todos esos que emplearon cinco años (o más) de su vida en sacarse una carrera, muchos de ellos empujados por la tierna, comprensible y falsa promesa paterna de que estudiar les garantizaría un futuro mejor. Mentira. Yo he sido de ellos, y por eso me siento tan cercano, porque sé lo que es no tener un duro para tomarse una cerveza, pasar la vergüenza de pedir a tus padres para ir al cine y llegar a los 25 años con la sensación de que todo lo que había hecho hasta entonces no había servido para nada. Sí, yo he sido uno de ellos.

Desde que fundé INDEPCIE junto con mi compañero José Antonio pensé en un futuro en el que pudiéramos crear empleo de calidad, darle una oportunidad a todo ese talento joven que se lo merece. Una generación con formación, con idiomas, con una mentalidad abierta, global, que ha viajado y que sabe que ahora le toca buscar su sitio, aunque no lo va a tener fácil. Al fin, aunque poco a poco, hemos podido empezar a hacer realidad esa idea.

Tenemos la fortuna de contar con dos chicas jóvenes, pero tremendamente preparadas, con muchos kilómetros en las maletas y unas experiencias acumuladas que ni se me hubieran ocurrido a su edad. Son de otra generación, y aunque no sé cuánto tiempo estarán con nosotros sí que me gusta la idea de que formemos parte de su carrera, de sus primeros pasos en una historia que quién sabe dónde acabará. “Es que tengo 30 años, pero creo que todavía no he encontrado mi sitio”, decía una de ellas. Tranquila, sé de lo que hablas, y eso que tú a esa edad ya has vivido en Estados Unidos, has dado clase en universidades, has hecho un Master y podrías contar historias que otro tardaría una vida en acumular.

Creo que ella, como tantas otras, se merece una oportunidad, quizás incluso mucho mejor de la que nosotros podamos aportarle. De hecho, el proceso de selección fue un pequeño calvario, porque los perfiles que pasaron por delante nuestra daban tanta envidia como pena. Sí, envidia porque todos eran excelentes, y pena porque representaban el talento perdido de una generación doblemente golpeada por dos crisis. Entraron en la universidad en la explosión de la de 2009 y ahora que tienen que buscarse la vida se encuentra con una pandemia que marcará para siempre las suyas y las de todos los que las rodean. En el duro momento de elegir sólo sentía que estaba siendo tremendamente injusto, porque todas se lo merecían, pero de eso va la vida, de tomar decisiones.

Espero que aprovechen su oportunidad, con nosotros o con quien sea, pero alguien tiene que dársela. Ahora les toca demostrar que no nos equivocamos y que se la merecen, que tras formarse les toca dar el callo y labrarse su propia historia. No nos podemos permitir el lujo de desperdiciar su talento, sus ganas y su ilusión, pero aunque el contexto no es el ideal, la última palabra la tienen ellas. Nosotros sólo hemos puesto el escenario, aunque creo al menos que eso sí se lo merecen.

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