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Algo muy grave va a suceder en este pueblo

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José Carlos León

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Circula como una leyenda urbana, a medio camino entre la realidad y la invención. Fruto del folclore popular, cuentan que el gran Gabriel García Márquez lo narró en un congreso de escritores para deleite de la concurrencia. Cumple a la perfección los preceptos que hacen que un relato corra como la pólvora, el foaf -friend of a friend, la historia que me contó el amigo de un amigo-, y más aún en plena era de las fake news, del amarillismo más grosero, del tremendismo llevado al exceso. El relato sigue hoy estremeciendo a cuantos lo leen. Se titula Algo muy grave va a suceder en este pueblo... y el dichoso coronavirus nos lo viene a recordar cada día.

Todo arranca cuando una mañana, una madre sirve el desayuno a sus hijos con una extraña sensación de preocupación. Preguntada por su familia, la mujer sólo acierta a responder: “No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo”.

Y a partir de ahí, el caos. Escribo esto recién llegado de un viaje en el que no tuve más remedio que aterrizar en el norte de Italia de camino a mi destino. Durante los días previos me vi inmerso en la paranoia de la que ya han denominado “la primera epidemia de las redes sociales”. La gripe A nos pilló sin Twitter, y el Ébola era algo que nos pillaba muy lejos, así que el hecho de que murieran unos cuantos millares de africanos tampoco era motivo de trending topic. Seguro que ese día había Supervivientes. Ya sabes que las redes sociales son una gran barra de bar, la plaza del pueblo con efecto global, donde se juntan listos, cuñados, expertos y expertitos, Gretas y Gretos dispuestos a dar lecciones de todo. Porque saben de todo. Si a eso le sumamos los informativos espectáculo, la televisión basura y debates en Sálvame con la Patiño dando lecciones del COVID-19, ya tenemos el circo montado por mucho que un profesional como Lorenzo Milá trate de arrojar algo de luz y seriedad. Eso no vende, porque como se suele decir en periodismo, no dejes que la realidad te arruine un gran titular.

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A partir de ahí se desencadenan toda una serie de acontecimientos que arrastran a todo un pueblo hacia el desastre. El hijo falla una fácil carambola jugando al billar con sus amigos turbado “por lo que mi madre me dijo esta mañana”. Uno de sus amigos, los mismos que se burlaban de la poca pericia del chico con el taco, llega a su casa ufano mofándose de los tontos miedos que atenazaron a su compañero de partida. Pero su madre avisa: “No te burles de los presentimientos de los mayores, porque a veces se hacen realidad...”.

Entre esos presentimientos también estaban los de mis hermanas y un puñado de amigos que me animaban desde a aplazar el viaje hasta proveerme de mascarillas y litros de alcohol desinfectante. “Yo me la pondría desde que llegara al aeropuerto”, me decían con la mejor intención, por mucho que las autoridades médicas digan que son absolutamente inútiles. ¿Para qué hacerle caso al que sabe cuando puedo ver al Ferreras en La Sexta?

La historia fluye de boca en boca y la población empieza a hacer suyo el miedo. Una mujer acude a una carnicería y pide un kilo de carne, pero mientras el carnicero corta los filetes dice “mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El efecto miedo hace el resto y todas las mujeres que esperaban turno en la carnicería se llevan a casa dos kilos, cuatro, los necesarios para tener suficientes provisiones cuando llegue “algo terrible”.

Quizás sea un simple presentimiento o el gélido frío del miedo que empieza a calar en el tuétano de cada ciudadano, pero el miedo es libre, y se alimenta del desconocimiento. El mejor antídoto contra el coronavirus, como ante la idiocia y la estupidez, es la información y la educación, pero en una época en la que informa Twitter y educa Youtube, eso es casi imposible. Puede que pase como en el pueblo de la historia, víctima de la historia colectiva, aterrorizado por un temor enfermizo. Llega un momento en que toda la gente está esperando que pase algo.

“¿Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”, dice un vecino en la tensa espera, un simple comentario que desata el pánico. “¡Pero si en este pueblo siempre hizo calor!”, le responde un compañero, pero nadie escapa al temor de pensar que un grado más de lo normal puede ser la señal que todos aguardan.

Desierto, paralizado por el pavor, el pueblo aguarda acontecimientos encerrado en sus casas. De repente, alguien cae en que un pájaro se ha posado en el centro de la plaza, algo ciertamente habitual, “pero no con tanto calor”, avisa un vecino, al tiempo que una multitud se arremolina en torno al jilguero con el rostro marcado por el miedo. Todos están deseando irse, pero nadie se atreve a dar el primer paso.

“Yo que soy muy macho, me voy”, dice uno de ellos decidido a escapar de esa pesadilla. Hasta que los demás dan el paso: “Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos”, desmantelando por completo el pueblo en cuestión de un par de horas.

En la mayoría de las ocasiones, los resultados que obtiene el ser humano son fruto de las historias que se cuenta y que, ciertas o no, interioriza acerca de las cosas que suceden a su alrededor. Los acontecimientos son sólo hechos que ocurren, actos a los que los hombres añaden opiniones y pensamientos propios hasta que se construyen su propia realidad paralela. ¿Para qué informarme de la realidad si la que yo me invento me sirve?

Fuera como fuera, uno de los últimos en abandonar su hogar dijo: “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa”, prendiendo fuego a todas sus posesiones y a las ya abandonadas casas de sus vecinos. La masa huye inmersa en el pánico, como en un éxodo de guerra. En medio, desorientada va la señora que tuvo el presentimiento y le dice a su hijo: “¿Viste mi niño cómo algo muy grave iba a suceder en este pueblo?”.

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