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¿Para qué coño me he comprado esto?

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José Carlos León

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El viernes fue el Black Friday y hoy es el Cyber Monday, así que es probable que hoy compres algo o recibas algún paquete tras un fin de semana desenfrenado de compras, en el triunfo absoluto de una costumbre americana que definitivamente se ha asentado durante la última década. Y ha llegado para quedarse.

Las cifras son alucinantes. Un 25% de españoles reconoce que ha comprado algo estos días con un gasto medio de 260 euros por persona, un 8% más que el año pasado para generar una cifra de negocio de 1.600 millones de euros sólo en España, el país de Europa junto con Italia que con más pasión ha abrazado esta orgía consumista a las puertas de la campaña navideña. Ofertas irresistibles, descuentos irrechazables, la facilidad de comprar a base de clic… Picar es muy fácil, pero quizás hoy o cuando te llegue el paquete y el eches un vistazo al extracto del banco te conviertas en parte de ese 31% de arrepentidos tras haber realizado una compra que en la mayoría de las ocasiones es, simplemente, innecesaria. Es entonces cuando llega esa gran pregunta: ¿para qué coño me he comprado esto?

Los psicólogos advierten que las compras impulsivas en muchas ocasiones están asociadas a estados emocionales negativos vinculados a la depresión, el estrés o la ansiedad, y recuerdan que se trata de una falsa sensación de felicidad que se evapora y rápidamente y que después genera un sentimiento de culpa. Ya dijo Zigmunt Bauman que “en el mundo actual, todas las ideas de felicidad acaban en una tienda”, y por eso en un entorno global en el que cualquier artículo está al alcance de la mano la sensación de acceso a la felicidad es mayor, aunque después vengan los remordimientos.

De hecho, cualquier compra viene a cubrir y sanar el dolor que nos genera la ausencia de algo. Nos podemos contar mil historias acerca de que compramos por puro placer, pero en el fondo lo que pasa es que nos jode no tener cualquier cosa, no poder hacer un viaje o no disfrutar de algo que nos gustaría. Esa ausencia degenera en necesidad, y ya se sabe que la necesidad prolongada de algo termina generando dolor y, en determinados casos, la muerte. Es bastante improbable que nadie vaya a fallecer por no comprarse el último chisme tecnológico, pero es muy normal escuchar frases como “me muero de ganas por comprármelo”. ¿A ver si el subconsciente está poniendo palabras a algo que no entendemos…?

La mayoría de las compras son impulsivas, lo que Freud llamaría una pulsión, la fuerza que nos empuja a hacer algo para satisfacer una tensión interna. Se dice incluso que a la vista de un artículo deseado nuestro cerebro toma la decisión de compra en menos de siete segundos, en un flechazo que supone un amor a primera vista y el inicio de un conflicto interno para determinar si finalmente pasamos por caja. Ahí juega un papel fundamental nuestro cerebro límbico, el meramente emocional, que toma decisiones (muchas…) antes de que éstas lleguen al neocórtex o cerebro racional. Las razones emocionales para comprar son como ese diablillo que nos incita a comprar sacando lo más visceral y compulsivo de nosotros, acallando a ese angelito que te está diciendo “no, no lo compres, que no te hace falta…”. ¿Cuántas veces has pasado por un escaparate o has trasteado por internet y al ver un determinado producto has dicho eso de “¡me he enamorado!”? En ese momento tu lenguaje ha delatado lo que tu cerebro está pensando. La decisión está tomada. Ahora sólo queda cargarla de argumentos lógicos para justificarla y no sentirnos mal cuando pasemos la tarjeta de crédito.

Esos motivos lógicos para sustentar las razones emocionales son la respuesta más fría y racional (si es posible) a la necesidad que queremos ver cubierta con esa adquisición. En el mundo del marketing siempre se ha dicho que vender es cubrir la necesidad de un cliente, pero entonces la gran pregunta es ¿cuál? Porque pensar que todo el mundo tiene las mismas necesidades por cubrir y que el mismo producto cubre las mismas necesidades para todos es algo del siglo pasado, incompatible con el marketing personalizado y la venta a medida que se genera hoy, donde todos nuestros gustos, inquietudes y deseos están en la red y cuando la neuroventa se mezcla con los algoritmos y la inteligencia artificial para hacernos una oferta cada vez más definida y personalizada.

Está claro que principalmente compramos por una mera cuestión de seguridad, por cubrir las necesidades más básicas, pero a partir de ahí empezamos a buscar otros motivos que justifiquen nuestras compras, porque cuando tienes 20 camisas, necesitas una buena razón para comprarte una más y no sentirte culpable. Muchos nos llevamos por lo que Anthony Robbins llamaría variedad o aventura, es decir, por tener algo diferente y salirnos de la rutina. Puede que tengas 10 vaqueros azules y que sean los que te pones todos los días, pero de repente ves unos de color y sientes la necesidad (nunca mejor dicho) de comprártelos por el simple hecho de tener algo diferente. No son indispensables, pero su ausencia nos genera cierta incomodidad que necesita ser subsanada. Seguridad y aventura son las dos caras de una misma moneda: certeza e incertidumbre, en un juego de equilibrios que provoca que una surja cuando la otra sobra.

Las dos siguientes necesidades son las que hacen tomemos más decisiones de compra. Una es el reconocimiento, esa compra porque sí, porque yo lo valgo, porque me lo merezco y porque además me hace sentir orgulloso, ya que de camino marca un cierto status personal, social o económico. Es todo aquello que sin hacerme falta, sí me premia, me hace sentir especial e incluso por encima del resto. ¿Cuántas cosas has comprado por puro reconocimiento? Seguro que muchas, pero seguramente has comprado más por conexión, por formar parte de un grupo, por estar unido a un determinado grupo social y sentirnos conectados con algo más grande que nuestra mera individualidad. Por algo el homo sapiens es un animal social que necesita ir en manada, y por tanto seguir unas ciertas reglas sociales. Cuando éramos pequeños queríamos unas zapatillas porque las llevaba Michael Jordan o, peor aún, porque las tenía alguien de nuestra clase o del equipo. Hoy compramos por seguir la línea de l@s influencers, por seguir tendencias, por pertenecer a un determinado grupo social… y también por alejarnos de otro con el que no queremos que se nos relacione. Por conexión vivimos en determinados barrios, llevamos a nuestros hijos a determinados colegios, vestimos determinados colores y votamos a determinados partidos.

Si todavía te queda dinero y algo de corazón, también puedes comprar cosas por mero crecimiento y desarrollo personal e incluso por contribución, cuando dejas de mirar por tu culo y empiezas a pensar en los demás. Cualquiera de estas razones es válida, sólo hace falta que encuentres la tuya y justifiques para qué carajo te has comprado ese capricho.

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