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¡Que vienen los romanos y la Edad Media!

Tony Sanmatías

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Comencemos sonriendo… ¿os parece? Digo esto porque los griegos de la semana anterior me recordaron un chiste sobre ellos, no por cuanto se hacían y lograban en sus cabellos, sino, más bien, por ellos mismos, por sus cosas y devaneos, por cómo podemos entender nosotros, sin ser nosotros griegos (sí por procedencia cultural y política), algo así como sonándonos a logos, ígdalas…y cualquier otra palabreja cuya consonante principal sea la letra “g”, o por…

Veamos: "Una chica, Luisa, llama a otra, Juana, y le pregunta por una amiga en común, Pepa. La amiga le contesta: No puede ponerse. Está en la cama con… amígdalas. Luisa le contesta: ¡¡Qué suerte. Y con un griego de por medio!!"

Bromas aparte, esta semana os quiero transmitir otras bonitas cuestiones sobre la historia del cabello y cómo se cuidaba en la antigüedad. ¡¡Vais a asombraros!!

La antigua Roma

Los romanos adoptaron de los griegos el uso de acicalarse los cabellos. Por ello, Dionisio de Halicarnaso cuenta que las vírgenes y matronas romanas que asistieron a los funerales de la Hija de Virginio echaron sobre el fúnebre lecho los cabellos de aquella virtuosa y desgraciada romana, además de las vendas de que le servían para atárselos.

Los que habían naufragado y perdido todos sus efectos ofrecían a los dioses del mar sus cabellos como la única ofrenda que podían todavía presentar. Vemos en la Antología que Lucilo después de su naufragio ofrece sus cabellos a los númenes del Océano, “porque no le había quedado otra cosa de que poder hacer una ofrenda". Por esta razón Petronio llamaba a la acción de cortarse los cabellos el último voto de aquellos que están próximos a naufragar o que han naufragado. El mismo motivo, era aquel reconocimiento que le hacían a los dioses cortándose sus cabellos cuando habían salido de graves enfermedades o de un inminente peligro, razón esta y por esta razón esta para que se hallaban en este caso se dejaban crecer los cabellos hasta que fuesen bastante largos para ofrecerlos.

El uso de cortarse los cabellos y de ofrecerles a los dioses del mar, echándolos a las turbulentas olas cuando estaban en una tempestad, dio motivo entre los navegantes a la supersticiosa opinión de “que era mal agüero el cortarse las uñas y los cabellos en una nave a menos de hallarse en inminente peligro".

Igualmente, entre los romanos vemos que los acusados de grandes delitos y los que recurrían al pueblo contra algún opresor poderoso se dejaban crecer la barba y los cabellos en señal de dolor, los que se cortaban el día en que eran absueltos o en que habían obtenido justicia. Algunos también, además de llevar en tiempo de aflicción la barba y cabello largo, lo cubrían con ceniza o tierra, como los judíos y otros pueblos.

Los filólogos están discordes acerca del modo en que llevaban los cabellos los esclavos. Algunos creyeron que se les cortaban todos los cabellos, fundados en aquel proverbio griego de Suidas: "tú eres esclavo, pues tienes cabellera", al paso que otros creen que también se rapaban la cabeza aquellos que de esclavos pasaban a libertos, es decir, antes de darles el gorro de la libertad llamado pileus. Esta última costumbre era fundada en la religiosa ofrenda que hacían de sus cabellos a los dioses en reconocimiento de haber mejorado de suerte. Ovidio dice que las melenas de los esclavos servían para hacer las cabelleras postizas.

Los vencedores acostumbraban a hacer rapar la cabeza a los prisioneros en señal de esclavitud y hubo algunos tan bárbaros, como los escitas al invadir Palestina, que no solo hicieron rapar el pelo, sino arrancar la piel de la cabeza de muchos hebreos, cuya inhumanidad ejecutó también el cruel Antíoco contra dos de los Macabeos.

Por la historia vemos que las damas de Cartago se cortaron sus cabellos para hacer cuerdas que faltaban para mover las máquinas de guerra y las matronas romanas hicieron el mismo sacrificio en honor de su patria y de su libertad en otro apuro semejante.

Los antiguos se servían de un hierro caliente llamado calamistrum para rizarse los cabellos. Entre los griegos y romanos solo seguían este uso las mujeres casadas y las muchachas. Pero entre los frigios y entre los otros pueblos célebres por sus afeminadas costumbres, esta moda era común a ambos sexos. Los sicambrios y los germanos formaban un solo nudo de su larga cabellera, el cual era según testimonio de Tácito su atributo característico. Este modo de anudar el cabello pasó a proverbio y Marcial le indica con las palabras nodus rheni. Los armenios, los sarracenos y algunos otros pueblos del Asia se ataban con varias vendas o cintas los cabellos en derredor de la cabeza, formando a manera de una mitra. Los partos y los persas llevaban largas cabelleras ondeantes, como se ve en algunas de sus medallas. Los árabes, los abantidas y misios, lo mismo que los curetos y los etolios, se cortaban el cabello por delante para que los enemigos no los cogiesen por él en los combates. Los galos, según dice Diodoro de Sicilia, llevaban una larga cabellera que lavaban muy a menudo con agua de cal. Los atenienses que militaban en la caballería se dejaban crecer los cabellos y lo mismo hacían todos los lacedemonios, tanto los soldados como los ciudadanos.

Los romanos, como se deduce de sus monumentos, llevaban los cabellos cortos, los que dejaban crecer en tiempo de luto. Los lacedemonios los llevaban largos y se los perfumaban con esencias al ir a dar una batalla.

Los medas y los asirios, según Herodoto, y después de ellos los persas los llevaban ensortijados en la parte de delante y tendidos por los dos lados sobre los hombros. Los númidas los llevaban ensortijados de lo alto de la cabeza hasta abajo. Las mujeres atenienses y los hombres afeminados de la misma ciudad rizaban y perfumaban sus cabellos y los cubrían con una especie de polvo amarillo. Lucio Vero, hermano del emperador Marco Aurelio, echaba sobre los suyos unos polvos de oro.

Las matronas romanas se servían de una especie de agujas para partir el cabello en raya, con que se distinguían las mujeres casadas de las doncellas que lo traían unido. No solo los antiguos rizaban el pelo con un hierro caliente, sino que también esparcían algunas veces sobre de ellos polvos de oro y se los ataban con hilos o láminas del mismo metal.

Los atenienses ponían entre sus cabellos algunas cigarras de oro. En el bajo imperio, los hombres no se adornaban menos que las mujeres, pues al igual de estas se ataviaban con dijes de oro y piedras preciosas, que ponían sobre sus cabellos.

Los sabios y filósofos de Atenas y Roma reprendieron muy a menudo el uso de rizarse los cabellos y declamaron altamente contra los hombres que se desdoraban con este lujo afeminado. Tucídides mismo no quería que los jóvenes se rizasen los cabellos, ni que los llevasen alzados sobre la frente formando un nudo, como lo usaban las vírgenes o doncellas. Cicerón, en su arenga pronunciada después de su vuelta al Senado, señaló a Pison como un hombre entregado al vicio con las palabras cincinnatum ganeonem, libertino de los cabellos ensortijados. Reprendió el mismo defecto al cónsul Gabino, llamándole saltator calamistratus, haciendo observar sobre su frente las señales del hierro caliente que había servido para formar los anillos de sus cabellos: frontem calamistri vestigiis notatam. Suetonio describiendo los vicios de Nerón no omite tampoco el gran cuidado que ponía en componer sus cabellos.

Conocían también los antiguos el uso de las pelucas o cabelleras postizas, y se llamaban por los romanos galeri y galericuli. Se adornaban a veces con otra especie de peluca llamada corymbio, que imitaba el tocado de las vírgenes. No solamente se servían de pelucas para ocultar la falta de cabellos sino también para presentarse con cabellos de color diferente de los naturales o para disfrazarse. Calígula llevaba una peluca y una larga túnica para frecuentar los lupanares: y la infame esposa de Claudio, Mesalina, ocultaba bajo una peluca rubia su negra cabellera cuando pasaba las noches en las casas de prostitución.

Las pelucas rubias eran en Roma muy apreciadas y venían de Germania y de los países septentrionales de la Europa. Se dice que el arte de teñir el pelo fue inventado por Medea. Los godos y otros pueblos septentrionales tuvieron en gran aprecio una buena cabellera y ponían mucho cuidado en conservarla. Entre las mujeres era una señal de virginidad, por lo que las doncellas llevaban la cabeza desnuda y el pelo ondeante, al paso que las casadas llevaban la cabeza cubierta.

Los antiguos galos conservaban los cabellos como una señal distintiva de honor y de libertad, por cuya razón César mandó cortárselos luego de haberles subyugado. Los esclavos traían la cabeza rapada. Los eclesiásticos y aquellos que abandonaban el mundo se hacían cortar el cabello y ofrecían a Dios su cabellera para dar una prueba de su esclavitud espiritual y manifestar que renunciaban a todos los honores mundanos prometiendo una absoluta sujeción a Dios y a sus superiores. El abate Fleuri dice que en un principio las religiosas de Egipto y Siria se hacían cortar los cabellos por la limpieza, al paso que en otras partes los conservaban, siendo varias en este particular las prácticas de la antigüedad.

En otro tiempo se juraba por la cabellera, lo mismo que ahora por el honor y el cortarla a alguno era un desprecio e ignominia. Los cómplices en una conjuración estaban condenados a cortarse mutuamente sus cabellos.

La Edad Media

Se dio a los reyes francos el epíteto de cabelludos por acostumbrar usar una gran cabellera y más antiguamente se dio el mismo a los jóvenes romanos que no habían llegado a la edad de la pubertad, hasta cuya época se dejaban crecer el cabello, lo mismo que a los eunucos y a los sacerdotes de Cibeles; pero no a los de Belona, ni de Ceres.

Los antiguos francos se cortaban el cabello por todo el alrededor de la cabeza, no conservando sino unos pocos en la parte superior de ella. No era permitido sino a los príncipes de la familia real el llevar los cabellos largos y flotando sobre las espaldas y algunos autores añaden que se conocían por la cabellera los diferentes grados de nobleza de cada uno. Cortar los cabellos a un príncipe o a cualquier franco era no solamente degradarlo y separarlo de su familia, sino también excluirle de la nación o de la clase de ciudadano, pues solo los esclavos llevaban la cabeza rapada.

Parte de estos usos parece que no fueron exclusivos de los francos, pues en España vemos que cortar el cabello a un príncipe le inhabilitaba también para reinar. Por esta razón dice la historia que Ervigio al intentar derribar del trono a Wamba le dio una bebida soporífera que le privó del sentido por algún tiempo, durante el cual le hizo cortar el cabello y que al volver en sí Wamba renunció la corona y se retiró al Monasterio de Pampliega en donde murió en santa paz el año 687.

Pero, lo más curioso, es que ya en aquella época, cuando alguna persona de alta consideración se cruzaba con sus reyes en aquellos solemnes paseos que se daban a las orillas de los lagos y ríos a exprofeso para ellos, no le podía hacer un obsequio más fino y respetuoso que arrancarse un cabello y presentárselo, y viceversa, con cuya acción se manifestaban ambos ser su más rendido esclavo. Una costumbre arraigada de cuando un hombre pasaba de ser esclavo a estado libre, siendo este y en tal momento quien se cortaba el cabello presentándolo a su amo o señor en prueba de agradecimiento perpetuo. Y más: En el siglo VIII, los señores de distinción de Francia hacían cortar los primeros cabellos de sus hijos por aquellas personas de mayor respeto, las que por esta ceremonia eran consideradas como padrinos de los mismos…

Bonitos pasajes los que nos transmite la historia, ¿verdad? Y no en vano. De ella hemos aprendido muchos a cuidar del cabello como sinónimo de elegancia, de distinción, de encanto, de aseptización…y no solo corporal, sino, además, para sanar y potencial los sentimientos más bellos en otras personas ajenas. Soy peluquero y lo seré hasta morir. Y presumo actualmente de ello… dándoles las gracias y quedándole agradecido a la historia, naturalmente, quien me transmitido tan singulares sensibilizaciones hacia esa materia viva que está, siempre para bien, anexionada a nosotros para tan singulares recepciones.

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