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Las niñas

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Alfonso Alba

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Le digo a Roberto, el portero, que me gustó mucho Las niñas, la ópera prima de Pilar Palomero a la que Boyero no encuentra fallos. Roberto, un híbrido entre Tarantino y Paquito el del videoclub, lee sobre cine negro español, un libro gordo como un tomahawk de La Finca, y levanta la cabeza de su tratado para decirme que lo mejor es que, cuando castigan a la niña por montar en moto, el travelling de la cámara solo sigue a la niña, ni al tipo que la está sacando de su niñez de chicle para después del cigarrillo compartido ni a la moto. Roberto analiza estas y muchas otras cosas desde la trinchera de la portería, desde una España que lo condena a padecer la pobreza de su vocación pero la felicidad de su afición, y por donde no paran de pasar libros y revistas casi tan posteables como una relación de Maluma.

A Inés se le reflejaba la sábana santa del cine en los ojos con el brillo que se produce cuando lo que se está contando ahí es la arqueología de la infancia. Son unos recortes situacionales elegidos con gusto, creíbles, y hay poco de la teatralización en la que se suele caer cuando los actores – actrices – son un grupo de niños, aun no consumidos por el poder igualatorio del smartphone de una época en la se salía a vivir la ciudad. A las niñas les resulta todo picante, una marquesina con un “póntelo, pónselo” es el universo lejano y ajeno que pierde misticismo investigando en el cajón de la mesita de noche de algún padre.

Las niñas se sientan a escuchar un cassette en un corro como si escucharan psicofonías de un más allá y se pintan los labios con el ánimo del que se los tatúa. Rezan con devoción, fuman los primeros cigarrillos y se hacen amigas para, fingiendo ser adultas, aprender a serlo.

Hay mucho de Holden Caulfield en Celia, la protagonista de la película, un campo de centeno por el que todos acabamos precipitándonos, la extradición en caliente de la patria de la niñez, como siempre, a través del trauma de la noticia. En un acto se pierde la espontaneidad inocente y entran en juego prejuicios adultos ridículos y contaminantes. Crecer es no parar de traicionarse.

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