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Maradona en Sevilla

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Alfonso Alba

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En el último Informe Robinson – el primero después de la muerte de Michael, el más querido de los guiris patrios – se hace un recorrido del paso de Maradona por el Sevilla FC. La ciudad vivía todavía con la resaca fresca de la ilusión noventera de la Expo, con los Curros abandonados por las calles como las pelucas en la Exposición Universal de Knoxville, cuando uno de los dos equipos que se reparten los sentimientos de la ciudad como un cártel se dejó el resto para traer a un jugador que, aunque adicto a la cocaína, que mermó sus poderes como la kryptonita, representaba el máximo talento futbolístico jamás visto.

En un club todavía con el hándicap de tener a Monchi en el banquillo y no en la dirección deportiva, lejano aun el ambicioso equipo de la canción del Arrebato, la llegada de Maradona supuso un récord de abonados, además de la división del vestuario en dos niveles de exigencias: Diego y el resto. Bilardo tenía que tocar las teclas de un tipo greñudo y redondo que se bajó del aeropuerto de Sevilla vestido de gángster, en las postrimerías de una carrera que, quizás, se empezó a disipar demasiado pronto. Maradona, después de clavar su pica en México, acabó siendo el mesías de una religión en la que no creía, escondido bajo una epidermis triunfal y aupado a los cielos por una nación que, como Sony “Sweet” Sullivan, se espesa la saliva del fútbol en la boca para tener algo que comer.

Se ve en el documental como queda alguna reminiscencia de chico tímido, de cebollita, en alguna esporádica justificación de tono suave delante de las alcachofas. Algo inaudito en la figura decadente y frágil del Maradona que nos regala la memoria reciente. Un tipo turbio siempre al borde de la muerte e incapaz de proponer nada en ningún vestuario. Pero predomina el Diego canchero, faltón, perseguido por el campo como un bandido al que le silban las balas de cerca.

Si muy lejos de aquel nivel insólito en un futbolista, el del gol contra Inglaterra que desempolvarán las civilizaciones futuras como un vestigio del mundo antiguo, el paso de Maradona es de todo menos insípido. Hay destellos de un jugador que justificaba el precio de la entrada en un puñado de partidos. Afirma Prieto, compañero del Pelusa aquella temporada, que los enamorados de Maradona lo vieron de verdad en el 2-0 que el equipó le endosó al Madrí de Benito Floro en el Pizjuán. Al final del partido se ve a un Maradona exultante ante las cámaras y en comunión con una grada festiva, consciente de la hazaña como el león que ofrece a la manada a su presa.

Duró poco. A Diego le acabó poniendo del Nido un detective, que regateaba como a un central, al punto de presentarse éste en las redacciones de los diarios de Sevilla buscando pistas de un hombre “imposible de acostar a las doce y media”, perdido en el sofrito de pies de las discotecas y en una peregrinación de ida y vuelta a las Tres Mil. Multado por el club y sentado en el banquillo por circular a 160 por Sevilla, acabó rescindiendo su contrato de cuatro años con el equipo.

El que fuera su preparador físico, Fernando Signorini, sobón con el español como solo un argentino puede serlo, describe a Maradona como un gitanillo con algo de andaluz, con duende, de Lorca. Cuenta de un conocido que le preguntó una vez cómo sería Diego con la cabeza de Platini. Signorini le contestó que Platini.

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