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Por decir algo

Alfonso Alba

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Ya saben ustedes que el mundo está fatal: no hace falta ni que lean los periódicos ni que escuchen la radio. Mucho menos que yo se lo diga o que vean el telediario, al punto que hasta Antena 3 se ha puesto pesimista, no suena el Sugar, Sugar de Los Archies de fondo y lejos quedan ya las cocteleras de noticias que a mí me parecían interesantísimas, titulares del tipo “el chihuahua más pequeño del mundo”. Siempre se han criticado mucho estas noticias, pero ay de un Belmonte más informado morfológicamente de esta cosa: se compró un chihuahua en México y desembarcó en España con un mastín. Supongo que sería de ese tipo de cosas de las que uno se va dando cuenta poco a poco, como liarse con un travesti en una discoteca. A un amigo mío le pasó y fue parte de su aprendizaje.

Qué decirles de la pandemia. Tengo una colección de primeros párrafos buenísimos. Y no es porque sean míos, pero son para llevarse premio de varias diputaciones y vivir como un maldito unos pocos meses, aunque me tuviera que acostar a las una. Lo que pasa es que no llego al segundo párrafo porque nadie los leería, se publiquen aquí o en el BOE. Ya lo decía Walter Burns en Primera plana: “¿quién diablos va a leer el segundo párrafo?”. La única información donde pincha la gente es cómo diferenciar el covid, la gripe y el resfriado, que ya se hace mejor que el porque, el por qué y el porqué, un desafío nacional por conseguir. Ahora parecen las noticias preguntarle a uno lo que está pasando en vez de decírselo. ¿No saben lo que ha pasado?

También tengo que decirles que me estoy mudando a Madrid en un proceso que va durando ya varios meses. Mi sueldo de autoproclamado corresponsal de este periódico en la capital será el mismo que venía arrastrando como colaborador intermitente en mi condición de trabajador fatigable. Ya dijo Camba que España era un país de pensaores. Informarles que Madrid sigue bebiendo y que los provincianos nos sentimos como gigantes entre pigmeos, importantes de la noche a la mañana, y nos bebemos a Madrid. Si antes pensaba que Madrid era el centro de España por pura casualidad geográfica ahora me doy cuenta de que no, Madrid centrifuga los nacionalismos periféricos en la coctelera igualatoria del trabajo y de la gente guapa. A golpe de confinamiento uno consigue concentrar lo que se estiraba antes hasta las siete para bebérselo antes de las una. Como la Inglaterra después de la guerra: un lugar que se bebía en cuatro horas lo que antes hacía en doce. Lo que se le ocurra a Illa y al tipo ese de jerséis con pelotillas, ese Griezmann demacrado que hace gárgaras con gravilla.

Es una vida smart y lumínica, que no luminosa, donde ya no queda quien se levante a la hora del almuerzo. Estamos condenados a estar todo el día despiertos, centinelas de la pandemia, esquivando la PCR. Así que lo que le legislan a uno son sus horarios: anhelo de cualquier gobierno totalitario. La gente va perdiendo sus puestos de trabajo y pierde la costumbre de cobrar, aunque por lo menos también la de pagar: todavía no me he dejado un euro en Richelieu.

Les podría decir muchas cosas. Voy a empezar un Máster de algo que me decían que no tenía salidas. Y es verdad que no tiene: llevo cuatro meses sin escribir aquí y todavía no me echan. Salidas no hay, pero tampoco entradas. No se cobra, pero tampoco hay que pagar. Nadie escribe, es una tontería habiendo emojis y Tinder. Y si creen que no les he dicho nada García Márquez escribió un artículo con mi edad haciendo algo parecido y acabó ganando el Nobel. Esos son mis referentes, por decir algo.

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