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Balada de trinchera

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Alfonso Alba

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En un capítulo de Los Soprano, Pauli Gualtieri, sienes blancas, le dice a Christopher Moltisanti cómo calcular el tiempo que uno va a pasar en el Purgatorio antes de ser aceptado en el Cielo, desparasitado como un caniche: son tantos años como sumen los pecados mortales multiplicados por cincuenta y los veniales por veinticinco. Tras aplicar la fórmula, le salían unos seis mil años. Para los italoamericanos de Newark, hijos de los hijos de los hijos que hicieron cola en Ellis Island, es un San Patricio eterno habitado por irlandeses borrachos donde es imposible ganar una mano a las cartas.

Pienso a menudo en estas cuentas, sobre todo ahora. Llevaba un par de años sin visitarlo, lo había dejado de escuchar como si tuviera la música alta y nos separara un tabique. Yo vivía en Madrid, aunque seguía mandando a Cordópolis algunas columnas que él había dejado de leer. Ahora era la silueta de su cadáver marcada en tiza sobre el sofá. Cuando mi madre abrió la puerta con una fuente de gachas, John Wayne todavía no había terminado de atizar a su cuñado en El hombre tranquilo. Es curioso que tanto las gachas como él estaban todavía calientes. Al poco rato, tras el grito de mi madre y el sonido de las gachas contra el suelo, las vecinas asomaban la cabeza por la puerta en una jerarquía de altura, como los Dalton. Me hace gracia pensar cómo alcanzaría a meter maltrecho, como herido detrás de una roca tras un tiroteo, la cinta en el vídeo.

El viejo Lucio había desarrollado su instinto como un perezoso: su supervivencia se basaba en ser cada vez más lento, casi imperceptible. Las pocas veces que abría las ventanas lo hacía sin que nadie lo viera. Las pocas bolsas de la compra y los muchos cartones de Ducados se las dejaba una hermana en la puerta del bajo donde vivía y no respondía al timbre aunque al otro lado de la puerta aguardase Ava Gardner. Los vecinos solo conocían su voz de una vez que espantó a unos mormones a bastonazos una tarde de verano en que lo interrumpieron miserablemente mientras veía el Trofeo Carranza. Como las Torres Gemelas, todo el que lo había visto sabía dónde estaba.

Hasta que no abrió la puerta yo pensaba que ese piso era el cuarto de los contadores, o algo parecido. Antes, los chavales del barrio habíamos especulado con muchas otras teorías. La que más peso tuvo fue la del puticlub. El Maluco había hecho las pesquisas necesarias y afirmaba que los hombres más sospechosos del barrio salían sudando de mi portal a horas extrañísimas y mirando a ambos lados como cruzando la Gran Vía. Descartamos esa idea cuando descubrimos que el puticlub estaba en el tercero: una colombiana enorme nos enseñó las tetas desde el balcón bajo la promesa de hacernos unos auténticos hombres. La desilusión fue tal que ni barajamos la oferta.

El misterio se fue desvaneciendo y a mí ya poco me importaba aquella puerta que miraba como un jarrón mientras esperaba el ascensor. Estaría allí por romper la monotonía del gotelé, pensaba, hasta que una madrugada, esperando el ascensor con un cartón pringoso de churros, apoyé la cabeza en la puerta y empecé a darle testarazos como si fuera un central italiano. La puerta se abrió y los churros, mi infancia y yo caímos al vacío. Mire hacia arriba mientras el fantasma de mi niñez me observaba:

– ¿Entonces no es el puti? – fue lo último que alcancé a decir antes de recibir un bastonazo. La historia de los mormones era cierta. Los churros no frenaron el golpe.

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