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El Nasciturus

Juana Guerrero

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¡Ay¡, la fecundación…, ese momento tan apasionante en el que un espermatozoide (célula reproductora masculina), al ritmo de Carros de Fuego, alcanza, tras una larga y competitiva carrera, al expectante óvulo (célula reproductora femenina). Parece  fácil: millones de corredores salen de la casilla de salida y tú piensas que muy mal tiene que darse la cosa para que uno, sólo uno, no alcance la meta. ¡Pues no…¡, la cosa es más complicada de lo que parece, a no ser que o bien te topes con una paloma caprichosa (sólo hay un caso registrado, una tal María) o bien no quieras quedarte embarazada.

Te pasas la mitad de tu vida fértil usando los más variados métodos anticonceptivos y luego resulta que cuando quieres, no hay forma de quedarse preñada. Y tú, después de tanto negarte, una vez que quieres ser madre, ¡QUIERES SERLO YA¡.  Y tras varios intentos fallidos entras en un periodo obsesivo compulsivo en el que todo gira en torno a la fecundación. Y pones toda tu energía en alcanzar tu objetivo, así que, los dos primeros meses (no más), como has leído en alguna parte que los bebés tendrán un mejor desarrollo emocional si son concebidos con amor, tú exageras la escena copulativa a base de velas y champán.  El resto de los meses, el acto amatorio degenera en un simple acto sexual cuya única finalidad es procrear (de lo más opusdeista). Te alejas de artificios y, método ogino en mano, te tomas la temperatura, obvias cualquier tipo de preliminares y le das otro voto de confianza al ya ojeroso semental. El momento postcoital culmina con tu ridícula imagen patas arriba para facilitarle el traslado a los perezosos espermatozoides que están acabando con tu paciencia y con tu lívido.

Cada mes, tu cuerpo juega al despiste y te hace creer que estás embarazada, y el gasto en tests de embarazo se dispara. Vamos… que inviertes más en eso de lo que gastarás en llevar a la criatura a la universidad. Y cada vez te da más vergüenza ir a la farmacia, donde ya te dicen “¿te pongo el de siempre?”(¡¡qué horror¡¡, esa frase sólo la habías escuchado antes en los bares, y referida al vino).

Lo que peor llevas es recibir consejos sobre cómo quedarte encinta. En cuanto se intuye que estás en la búsqueda, empieza el Consejo de Sabias a soltar recetas de lo más variopintas: lo primero es tranquilizarse (¿qué esté tranquila?, ¡¡que se espabilen esos malditos espermatozoides¡¡¡ ), que comas tales alimentos, emplea tal postura, que si la luna, que si masajea por allí, que si una vela a la virgen tal, que lo hagas el día x, tales veces,…

Y tú todos esos consejos, que no quieres, y mil más que tomas de internet, los llevas a la práctica a rajatabla, y gracias a ellos o simplemente por azar, un lunes cualquiera (siempre te haces la prueba un lunes para poder disfrutar sin remordimientos de la que puede ser tu última fiesta), cuando menos te lo esperas,  la prueba número 3,519 da como resultado, al instante, dos rayitas rosas, toda una novedad.  La de veces que te has quedado horas mirando el Predictor para ver si aparecía la díscola segunda rayita. Y lees y relees las instrucciones de uso. Sin duda es positivo. Y miras en internet, y no existen los falsos positivos sino falsos negativos. Por lo tanto ¡¡ya está aquí el Nasciturus¡¡.

Y, paradójicamente, después de tanto ansiar la concepción, te desinflas, y en lugar de dar saltos de alegría, te quedas bloqueada, se te acelera el pulso y empiezas a respirar con dificultad. El pánico se apodera de ti y empiezas a sentir vértigo. Y te imaginas al borde de un precipicio con una cuerda y un arnés comprado en los chinos. Y sientes miedo, miedo de perderte, de dejar de ser tú misma y de entrar en un mundo que no identificas como tuyo. Miedo de que realmente se produzca ese cambio personal del que todo el mundo habla. Y miedo, por primera vez, de que tu unión de células no alcance el milagro de la vida. Y quieres gritar, y lo haces, en silencio.

Una vez que has cogido aire, y has superado el comprensible ataque de pánico inicial, toca difundir el notición. La gente reacciona con incredulidad primero, porque te conocen, y con emoción más tarde. Lloran incluso más que tú (aunque por motivos bien diferentes a los tuyos). Con cautela te preguntan, porque te conocen,  si estás contenta, a lo que tú respondes: “mucho”, con un puchero y la cara de pena, penita, pena. Achacan al cambio hormonal la inestabilidad emocional (bendita coartada), aunque tú realmente sabes que tu llanto es la respuesta racional de tu cerebro ante una situación que considera de peligro extremo.

Nunca olvidaré el comentario más sincero: “amiga, te echaremos de menos”. Fue como asistir a mi propio funeral. Otro fue “no te preocupes, vas a ser una gran madre, diferente, pero igualmente buena”. ¿Diferente?, ¿buena?. ¡¡¿MADRE?¡¡. Vuelvo a perder el control sobre mi respiración…

(Este blog dejará de publicarse los domingos para hacerlo los miércoles. La siguiente entrada será el próximo día 26 de febrero).

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