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La huelga

Alfonso Alba

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Ni recuerdo la última vez que cubrimos para el periódico una huelga. No una indefinida, sino una de al menos un día. Desde las huelgas generales que los sindicatos le convocaron al primer Gobierno Rajoy por la aprobación de la reforma laboral, este instrumento de lucha de los trabajadores ha perdido fuerza de una manera sorprendente. La huelga está hoy casi tan denostada como los propios partidos políticos.

Los ciudadanos (consumidores, más bien) entienden que las huelgas son molestas. Con un nulo sentimiento de solidaridad, cuando no hay autobuses se quejan de que son ellos los perjudicados, sin pensar en que probablemente algún día ellos también verán necesario protestar, lo que lleva a cortar carreteras (una manifestación pacífica lo hace) o incluso a parar la actividad económica de su sector. O a intentarlo.

En estos pocos años, las huelgas se han venido tan abajo que los dos sindicatos de clase como CCOO y UGT están haciendo todo lo posible porque el paro feminista del próximo 8 de marzo sea de tan solo dos horas. La huelga feminista no se hace (ojo cuidado) para decir “portavoza”. No, es algo bastante más serio. Se convoca para denunciar un sistema laboral que condena a las mujeres a cobrar menos que los hombres, a renunciar a sus carreras profesionales por atender de manera prioritaria sus cargas familiares o a declinar puestos de responsabilidad en lugar de un hombre. Se trata de una huelga laboral de género. Probablemente la primera de la historia. Pero una huelga laboral al fin y al cabo.

Por eso no entenderé que una huelga se pueda convocar durante dos horas. Eso más que una huelga es un paro para bajar a la puerta y hacerse una foto. Y que todo siga igual. Las huelgas, ya lo sabemos, solo funcionan si tienen un efecto concreto. Si se notan en la economía, aunque solo sea durante una jornada.

Un día de huelga es doloroso. No es un día de fiesta. El trabajador (trabajadora en este caso) pierde dinero. Bastante más que una jornada entre unas cosas y otras. Pero eso, en este mundo en el que vamos tan ajustados, no debería ser una excusa. El fin siempre es más alto que ese día de trabajo no cobrado. Las huelgas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX nos dieron una jornada de ocho horas, seguros sociales, derecho al cobro de una ayuda cuando nos quedamos sin trabajo, un mes de vacaciones y salarios dignos. Entonces se luchaba por el futuro. Quizás es que ahora tan solo luchamos por nosotros mismos. Y mismas.

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