Y en abril... aguas mil
Conversación mantenida entre mi madre y yo después de la tromba de agua de las 16:00 horas del pasado lunes 1 de abril: “Pues parece que se ha quedado buena tarde... Vamos a salir con los niños a dar una vuelta que a los pobres les va a dar algo aquí, encerrados”, dice mi madre. “Sí venga, vamos. Tengo que comprar un par de cosas que me hacen falta. Aprovechamos y vamos al súper”, respondo yo. A continuación, montamos a cada niño en su carrito y... ¡hala! A la calle. Cuando estamos abajo me percato de que no hemos cogido ni un paraguas. Le digo a mi madre que voy a subir a por uno y ella me dice que no hace falta: “Mira, ha salido el sol”, me espeta. No me fío de ella. Había leído en Twitter que, durante la tarde, varias células tormentosas iban a descargar bastante agua. “Bah… chaparrones”, pensé. Pero subí por un paraguas por si acaso. Cuando bajé ya caían las primeras gotas.
Dos horas y media después, cuando ya habíamos terminado de colocar los plásticos en los carritos (asunto que tiene tela ‘madinela’, como dice mi hijo), por supuesto, había dejado de llover, aunque a los pocos minutos, volvía a chispear. Aceleramos el paso hasta el supermercado, hicimos la compra y al salir… ¡sorpresa! Llovía, y mucho. Sin embargo, como los niños iban ‘emplasticados’ y nosotras teníamos un paraguas… nos animamos a salir. La estampa tenía que ser de foto cuando el chaparrón se convirtió en tromba. Mi madre y yo, empujando cada una un carrito, chocando entre nosotras e intentándonos refugiar bajo un solo paraguas en mitad del paseo/desierto de El Vial. Llegamos a casa chorreando pero ¡con la compra hecha!
Ahora me río al pensar en ese momento, pero, de repente, la risa se convierte en llanto y os digo que estoy harta. H A R T A, con todas las letras. Aunque supongo que no más que los que leéis estas líneas. En nuestras latitudes no estamos acostumbrados a tanta agua. No ver el sol nos afecta, y mucho. Y si a tu rutina normal le sumas la de dos niños pequeños, esta situación es para pegarse un tiro. El miércoles santo, cansada de tanto encierro, me eché a la calle animada por el sol. Estábamos en el parque cuando el cielo se volvió negro como el hollín y empezó a llover como si estuviésemos en pleno Amazonas. Habéis contado bien: ya llevo dos chaparrones encima.
Recuerdo, cuando era casi una niña, una vez que visité a unos tíos que acababan de tener su segundo bebé. Llovía. Su casa estaba llena de bodies, leotardos, pijamas y vestiditos por todas partes. Recuerdo especialmente la barandilla de la escalera, a rebosar de prendas, a modo de tendedero. Y a mi tía diciendo: “No puedo más. Mañana mismo voy a comprarme una secadora. Ya no sé dónde voy a poner tanta ropa”. Pues por eso mismo estoy yo pasando ahora. No es que me quiera comprar una secadora, es que ya la tengo, pero es que no sé dónde voy a colgar las coladas.
Llamadme como queráis pero la secadora la uso lo justo. El electrodoméstico es lavadora-secadora y no funciona igual que los que vienen por separado. Mientras la gente que tiene secadora me cuenta cómo sus toallas salen esponjositas y suaves, de la mía salen hechas una pasa y más tiesas que la mojama. Así que me resisto mucho a ponerla a funcionar. Aún así, estos días estoy superando ese veto y le estoy dando caña porque las vomitonas y las manchas de todo tipo se han multiplicado. Parece que la ropa sucia se reproduce en el cesto y el tenderete provisional que he montado en el brasero del salón ya no da más de sí.
Y si esto parece estresante, que lo es, sumémosle la agonía, intranquilidad y agobio que supone tener a dos pequeños energumenillos encerrados en casa, sin que puedan desfogar como Dios manda. El resultado a tanto encierro obligatorio es una Semana Santa de noches terribles (achaco que mis hijos no duerman bien a eso, espero que no estén incubando ninguna cosa rara). Así que mi conclusión es que necesito unas vacaciones para recuperarme de estas vacaciones. Y no lo digo en broma.
Espero que el descanso venga cuando recuperemos la rutina y cada cosa vuelva a su lugar, incluido el sol. Pero dice el refrán que “cuando marzo mayea, mayo marcea” y, si esto se cumple y, a la luz de los acontecimientos vividos, este año vamos a tener un quinto mes del año de 40 ºC a la sombra. Pero antes de mayo nos queda este temido abril, del que dice el refranero popular que “aguas mil”. Así que mejor no guardemos las botas catiuscas y sigámonos armando de paciencia porque esta primavera inquieta e inestable puede que aún no haya dicho sus últimas palabras. ¡Ay por Dios! Quién nos iba a decir que íbamos a añorar tanto esas olas de calor africano que nos animan cada veranito...
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