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La jaula

Carlos Puentes

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Decía el pasado domingo la compañera Elena Medel, que en Córdoba hay una grieta que divide en dos la ciudad, a un lado, los unos, al otro, los otros, y en medio, el profundo abismo que se traga a quien queriendo huir de la realidad, acaba engullido en ella. Un certero y poético análisis de las dos Españas de Machado travestido en tabernero y parroquiano en la peña de la fiesta perpetua en que se ha convertido esta ciudad. Pero yo disiento. Disiento por el estrecho optimismo que esconde la creencia de la grieta. Disiento por creer, con mayor convencimiento conforme pasan los años, que la grieta no es grieta, que la grieta es jaula, cárcel del pensamiento.

Fuera de la jaula, la masa, dentro, una especie en extinción, cercada, observada y controlada. Pasaba el pasado Primero de Mayo. Circulaba lenta, entre el estrecho pasillo que la fiesta permitía, la tradicional manifestación del movimiento sindical, que en defensa de la utopía pedía derechos para sí, y para el curioso e improvisado espectador que rebosaba los laterales, esperando eso sí, el comienzo de la guerra de la flor. Era ese el cuadro que mejor representaba los tiempos que vivimos, de final de ciclo que margina y señala con el dedo al cada vez más pobre movimiento contestatario social, desde la atestada grada de una fiesta perenne que nunca parece hartarse.

Una fiesta que alcanza su máximo apogeo en el mes que vivimos, o malvivimos. Pasó la batalla y llegó la cruz. La reconversión de la fiesta en gigantesco botellón no es más que la consecuencia lógica de una fiesta que, al menos desde que tengo uso de razón, es el homenaje colectivo que se le hace al vino de la tierra, de esta o de otra. Una barra junto a una flor, un vaso de vino junto a una gitanilla añil, una cogorza en honor a la cruz. Sin novedad en el frente salvo por la cada vez mayor frecuencia con que los elementos diferenciadores de una de las dos Españas, la que en Córdoba viste caracolillo pescuecero, han tomado la ciudad y arrinconado a quienes nos asoma la bilis al quinto pase atronador de las sevillanas de Ecos del Rocío.

Hay un libro muy bueno, de fácil lectura, que responde al nombre de Panfleto contra la estupidez contemporánea. Hace unos cuantos años me lo descubrió un buen amigo. En él se habla del progresivo deterioro de la intelectualidad colectiva (si es que alguna vez la hubo) por el dirigido proceso desde las altas esferas de poder de algo que viene en llamar entetanimiento, sutil juego de palabras entre entretenimiento y teta. El concepto en sí viene a dar cuerpo a esta suerte de pseudo-cultura envasada y preparada que padecemos, en palabras del autor “[...] una mezcla de entretenimiento mediocre y vulgar, bazofia intelectual, propaganda y elementos psicológica y físicamente nutritivos que satisfarían al ser humano, lo mantendrían convenientemente sedado, perpetuamente ansioso, sumiso y servil ante los dictados de la minoría que decidiría su destino”.

Con el apoyo moral que da el saberse parte de un proceso de estupidización colectiva controlada, uno sólo puede horrorizarse ante el imparable avance de la sinrazón y la irracionalidad de la que este mes, con el apoyo de todos y cada uno de sus ciudadanos, es punta de lanza en nuestro particular camino hacia el abismo. No debe ser casual por tanto, esta recurrente llamada a la celebración de la nada. El calendario ha pasado a ser una sucesión de eventos donde celebrar algo de lo que se ignora su significado, sólo por el mero placer de saberse parte de la celebración. Una fiesta perpetua que aplauden todos y que se ensalza como factor de desarrollo.

La fiesta de la ciudad de los 50.000 parados, de los 1.000 manifestantes y los 200.000 festejantes. Una ciudad que aún se da de hostias por levantar los monumentos a la estupidez colectiva en forma de palacios de congresos, mientras quema las mercancías del único negocio que podría rebajar sensiblemente las cifras de la macroeconomía local, con cuya venta curiosamente podría financiar su alzamiento para mayor gloria de nuestro ego común. Un particular contrato social, el cordobés, del que niego y reniego, harto de peñas, harto de romerías, cofradías, sevillanas, harto del olor a sobaco, del aliento a vino rancio, harto de la mirada y harto de la jaula.

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