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Golpe de estado, según los Coen

Uno de los asaltantes del miércoles al Capitolio.

Juan Velasco

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En la película Quemar después de leer, una serie de carambolas en las que se ven mezclados dos imbéciles acaban convertidos en un documento clasificado como Alto Secreto por la CIA, que confunde la imbecilidad con un acto de espionaje en suelo norteamericano. Todo ello ocurre con el maravilloso toque de los hermanos Joel y Ethan Coen, con ese delicado equilibrio entre el realismo explosivo (y sangriento) y el surrealismo cómico (pero trágico).

De igual manera, lo acontecido este miércoles en el Capitolio fue una inequívoca comedia negra coeniana en tiempo real en la que los actos idiotas de un grupo de idiotas acabaron siendo confundidos con un intento de golpe de estado.

A pesar de las víctimas (que las hubo, como siempre las hay en las películas de los Coen), mientras asistía atónito a lo que ocurría me resulta imposible no frivolizar con ello, como si todo formara parte de un teatrillo esperpéntico escrito por los hermanos de Mineápolis pero emitido desde los teléfonos y las redes sociales de los asaltantes. Como si fuera una película del género found footage escrita y dirigido por Joel y Ethan Coen.

Como suele ocurrir con su cine, en el que la trama es solo una coartada al servicio del caos controlado por un destino aciago, la idea que tengo en mi cabeza de un golpe de estado como un movimiento organizado para asaltar el poder dista mucho del paseo turístico de un puñado de hillbillies haciéndose selfies con la policía, fotos desde el estrado del Congreso o con los pies encima de la mesa del despacho de Nancy Pelosi.

Eso tiene más que ver ese estilo ensoñador, deliberadamente exagerado y deformado con el que los Hermanos Coen dibujan su universo, en el que los héroes y los villanos suelen ser seres de extremada torpeza, cuyas acciones tienen consecuencias trágicas para el resto. Lo que estaba viendo se parecía más a la torpe reunión del Ku Klux Klan de O brother, where art thou que a los fabulosos golpes de estado y las intrigas televisivas de Jack Bauer en 24.

De hecho, el equipo que tomó el Capitolio me parecía “una puta panda de aficionados” mucho más próxima a los meapisos de El Gran Lebowsky (“Son nihilistas, decían continuamente que no creían en nada”) que a un grupo terrorista organizado. Eso por no hablar de ese líder disfrazado de bisonte, que parecía sacado del equipo de cazarrecompensas de Leonard Smalls en Arizona Baby, aunque con el coeficiente intelectual de John Turturro en Muerte entre las flores.

Por haber, hubo el miércoles hasta una presencia maligna de extraña peluca, culpable de todos los males acontecidos, a imagen y semejanza del Anton Chigurh que clava Javier Bardem en No es país para viejos. Y hubo muertes inoportunas de las que congelan la sonrisa, al igual que ocurre en Fargo. Por cierto, aquella película comenzaba con el rótulo “Ésta es una historia real” a pesar de que lo narrado era todo pura ficción. Juro que yo sentí lo contrario el miércoles: que estaba viendo una ficción en la que las víctimas y la sangre eran reales.

Insisto, me cuesta no frivolizar, pero más me cuesta solemnizar con lo ocurrido. Lo del miércoles, aunque grave para el país, no me pareció un golpe de estado, sino un violento y surrealista paseo turístico por el Capitolio escrito y dirigido por los Hermanos Coen.

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