Cuento de Navidad
Me tocó ayer la lotería, el segundo premio. Íntegro. Más íntegro que una alcaldesa de pueblo. Montero, como antes Montoro, se quedó con un cacho. No me parece mal. Será justo.
Llevo la pasta continuamente conmigo en tres mochilas y en billetes de 50 pavos. Le he dado uno al pobre que se sienta en la puerta del estanco. Antes no le daba nada, yo compro allí paquetes de Fortuna 23.
El pobre me ha dicho, como siempre, “buenos días” con acento rumano o, al menos, con cierto aire de lengua romance. No sé cómo se llama, ni él sabe que me llamo Juan José, un nombre vulgar y tontaina.
Ahora soy rico, creo, y eso me hace pasear de otra manera por el Foro Romano. Me gustaría comprar algo pero no se me ocurre nada, eso sería perder el dinero.
Abro una de las mochilas y veo los billetes, los toco, están nuevos, crepitan, hacen cierto ruido. Cierro la mochila. Está de puta madre ser rico.
Es muy bueno que me haya tocado la lotería a mí y no a otro. Podría decirse que ha sido justo si existiera justicia en estas cosas. Hay gente a la que no es bueno que le toque la lotería. Hay gente que le toca la lotería para salir en los telediarios pegando saltos y derramando champán.
Cava.
Eso, cava. Barato.
Son entrañables.
Yo no derramo nada. Yo camino con tres mochilas repletas de billetes de 50 euros, unas gafas de sol y una sonrisa. Así es suficiente.
Es posible que me compre una pistola. Esa será mi pequeña fiesta. Aunque aún no lo tengo claro.
Pero al menos he ganado tiempo para pensarlo.
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