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Ayer, hoy y mañana

Juan José Fernández Palomo

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Ayer, después de comerme unos chiles jalapeños de importación, tomarme una sopa de ajo y una ración de albóndigas en salsa con patatas fritas, participé con unos amigos y amigas en una orgía que celebramos al sol, sobre dos sofás de escai (no sé cómo se escribe “escai”) junto a la exigua sombra de una higuera.

Al acabar la performance nos tomamos unos solysombra con brandy de Jerez y anís de Rute (sin hielo).

Luego, como las orgías tienen algo de inconcluso, aunque estén medianamente organizadas, me alivié onanísticamente bajo una parra adormecido por el canto de las chicharras y el zumbido de los tábanos. Me fumé un ducados.

Después, me ajusté el costal y me puse debajo del paso de palio de una de las 25 vírgenes que quedan en España. La trabajadera de un paso a las seis de la tarde de un sábado de junio en Córdoba huele a victoria. Más que el napalm por la mañana.

Aluego, tras siete horas y cincuenta y tres minutos bajo el paso (pasamos, por cierto, por la Catedral en la que se está tan fresquito como en Galerías Preciados –yo digo Galerías Preciados porque es más vintage-. Hay gente que a la Catedral la llama “Mezquita”, porque son románticos, creo); aluego, decía, me fui a una taberna –cofrade, por supuesto, como aquella autoridad: militar, por supuesto, de la que oímos hablar en los años ochenta-. Me pedí una ración de callos con manitas de cerdo porque soy católico y porque me la merecía.

Después, camino de casa, ayudé a desmantelar una célula yihaidista que tenía una tetería como tapadera y apaleé a dos tipos raros que se me antojaron mariquitas. Y llegué a casa.

Hoy escribo esto en mi ordenador con un vaso de gazpacho de tomates de Alcolea al lado que pone una nota de cordura en mi anodina vida.

Mañana no sé qué va a pasar.

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