Es The Brutalist una película monumental. De esas que ya no se hacen. Y no solo por su duración –215 minutos con un intermedio de 15 -, sino por cómo narra la historia y por cómo seduce al espectador, ahora tan domesticado en los episodios de 38 minutos, y lo lleva por un torrente no solo de acontecimientos sino también de emociones y grietas.
La historia del arquitecto húngaro de ascendencia judía que, huyendo de una Europa devastada por el fascismo y la violencia, acaba en las manos de un millonario narcisista, es un relato incisivo sobre las claves del capitalismo. Sobre los cimientos de un mundo, al que hoy contemplamos en una deriva terrorífica, elevado sobre la lógica del capital y la ética individualista de los propietarios. Un relato que con inteligencia Brady Corbet nos sirve con decisiones de montaje y de mirada muy arriesgadas pero acertadísimas, sobre todo en la primera parte de la película, y en el que los engranajes de la arquitectura, y más desde las texturas del brutalismo pragmático y raramente bello, ofrecen un contrapunto casi literario para hablarnos también de la fugacidad de las vidas y la permanencia del hormigón.
En este sentido, el personaje de László Toth, que encarna con una apabullante riqueza de matices un superlativo Adrien Brody, representa todas las encrucijadas del hombre del siglo XX, y también del XXI, desde además su condición de individuo que huye del terror y que amanece en la tierra de las oportunidades. Un brutal espejo para los Estados Unidos de hoy, mucho más en una semana de decretos desoladores con la rúbrica faraónica de Trump.
Con una capacidad de narrar que tiene mucho de literaria, y por supuesto también de cine clásico, Corbet nos ofrece todos los rostros del sistema: las asimetrías de clase, la explotación laboral, las connivencias del capital y la política, la felicidad entendida como progreso imparable, el diferente valor de las vidas, el lugar de las religiones en un mundo de aspiraciones verticales.
Y, por encima de todo, nos deja bien claro que la referencia de ese modelo no es sino el sujeto depredador, del que tanto nos ha explicado Rita Segato, y sus pedagogías de la crueldad. El que usa y abusa, el que viola y grita, el que ordena y manda. O sea, el patriarca. Porque ese es el reverso inevitable de los rascacielos: el homo erectus, el homo economicus, el individuo que proclama su libertad soberana, el sujeto económico-sexual que hoy continúa haciendo de las suyas ya sin límites territoriales. El hombre de Vitrubio. El centro del Universo. La humanidad androcentrada y esculpida con mármol de Carrara.
Y es justamente el episodio que se desarrolla en ese lugar italiano en el que asistimos a la revelación completa de lo que significa ser un conquistador de personas y bienes, encarnado por un Guy Pearce que seduce y repugna a la vez, y que por cierto ha engendrado un hijo que bien podría ser el alter ego de un Trump jovencito. Todo ello mientras que ellas, las mujeres, continúan fieles a sus roles debidos: las putas que satisfacen deseos, las vestidas de rojo para tentar al varón íntegro, las que ha de ponerse a salvo de las garras de los señores, las cuidadoras y las entregadas. Solo encontramos un pequeño atisbo de emancipación en la mujer de László que interpreta una magnífica Felicity Jones. Quizás el presagio de que muchas cosas estaban ya entonces a punto de romperse.
The brutalist, que bien podemos emparentarla con películas clásicas que tanto nos han contado del sistema patriarcal/capitalista que nos penetra -desde Ciudadano Kane a El padrino, pasando por Pozos de ambición o la más reciente Los asesinos de la luna, de Scorsese -, nos desborda con su grandiosidad y con una monumental apuesta estética que detectamos desde los mismos títulos de crédito.
Y, si bien en la segunda parte deriva hacia un giro narrativo que desmerece de la primera, nos deja, con la frialdad del acero y la textura suave pero gélida del mármol veteado, atravesados por una sucesión de imágenes en la que hemos asistido a una impecable lección de historia y de antropología. No solo en lo relativo al modelo económico que lo convierte todo en mercancía, sino también en lo que tiene que ver con los cuerpos y las almas heridas por la negación y la barbarie. Una fábula que en enero de 2025 es imposible ver sin un nudo en el estómago y una cierta impotencia ante un muro que, por más que intentemos agrietarlo, pareciera que siempre va a caer sobre nosotros.
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