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Érase una vez Posadas...

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Alejandra Vanessa

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Érase una vez una casa de vecinos. No se trataba de una casa de vecinos cualquiera, en ella vivían tres familias: Ana con sus padres y sus cinco hermanos, los abuelos de ésta y la tita Nati con los suyos. Era una casa vieja pero se estaba bien allí, todos juntos. Se ubicaba en el municipio cordobés de Posadas, en la calle La Barca, junto al río. De eso hace ya muchos años, “pero échale”, que diría Ana...

«Nosotros en la planta de arriba en una habitación larga. Mis padres ocupaban el dormitorio y unas cortinas finas lo separaba de la estancia con nuestras camas, donde dormíamos mis hermanos y yo. Abajo compartíamos con la familia el salón, la cocina y el cuarto de baño, que era un agujero. Como nos llevábamos muy bien, nunca discutíamos y nos apañábamos estupendamente con las comidas. Recuerdo bien la cocina, de eso me acuerdo, toda de barro y con hornilla de agujeros en los que metías la leña.

Eso sí, irnos a la casa nueva fue más estupendo, una casa para nosotros solos: los varones en una habitación y las hembras en otra. Mi padre la compró cuando mi madre estaba embarazada de la chica, y la noche que nos mudamos nació mi hermana. Mi madre estaba limpiando las gotas de haber pintado, los plintos y todas esas cosas, ya ves tú, con la panza de nueve meses, y así se puso de parto. 

Ese jaleíllo de tanta gente en casa lo he echado de menos muchas veces, el año que me trasladé a Barcelona el que más. Una vez mi tía Nati le pidió a su hija que le trajese un paquete de arroz, arriba que andaba mi prima, “Carmen, bájame un paquete de arroz”. Pero ella no lo bajó, se lo tiró directamente desde arriba. Hostia la que allí lió, yo no sé madre mía la que se pudo armar en ese patio. Y eso que tú fíjate entonces que de dineros estaba uno un poquillo...

Me acuerdo de la Feria, la de la Virgen de la Salud. Como éramos tantos, mi madre freía patatas, las hacía finitas finitas con una máquina, que nos llevábamos en un paquete con las cuatro cosillas que nos preparaba. Luego te sentabas en la Feria y, ea, a comer tus chucherías.

Antes de salir, mi madre nos vestía a todos, a los seis, nos sentaba y cuando ya terminaban de arreglarse ella y mi padre, entonces, nos ponía los calcetines y los zapatos para que saliéramos todos impecables. Además que salíamos todos impecables. Imagínate si no allí a los seis elementos jugando por el suelo, niños como éramos, con nuestro vestidito de los domingos. No es como ahora, teníamos nuestro traje para ir a misa o al paseo y otro para el colegio. Y aunque no nos sobrase la ropa, mi madre nos llevaba siempre de puntita en blanco.

¡Y los domingos! Los domingos nosotros por cojones teníamos que dormir la siesta. Se sentaba mi madre con la zapatilla en la mano. Y aunque no durmieses te hacías el dormido porque si te movías, ¡pum!, zapatillazo para uno y zapatillazo para otro. Al final ni dormía ella ni dormíamos nosotros, pero bueno.

Y el día del pan, el día del pan no se me olvida: el día que me comí el pan, que yo no me comí el pan, que fue mi hermano Antonio, pero la tunda de palos me la llevé yo. Eso se lo recordaba yo mucho a mi madre y ella, la pobre: “bueno, para una vez que te pegué sin que tuviera razón, y hay que ver las veces que me lo vas a echar en cara”. El caso es que compró el pan para nosotros y una vecina le encargó una barra. Mi hermano Antonio empezó a pellizcarla, ya no recuerdo si se la comió entera, y cuando llegó mi madre le insistía “que yo no he sido, que yo no he sido”, pero por cojones tenía que ser yo. La gracia es que cuando llegó mi hermano confesó tan frescamente que había sido él, y mi madre: “ea, pues si ahora no te lo has merecido, para otra vez que la hagas la tienes”.

Se vivía muy bien en el pueblo, con una tranquilidad al salir que no tienes en Córdoba. Sin embargo, si tuviera que volver a Posadas, creo que me costaría. Son tantos años y tanta experiencia vivida aquí. Además, cuando he vuelto lo he visto todo muy cambiado. Ya no es la gente como era, ya no conoces a la mayoría. Antes las calles emanaban vida pero ahora casi sientes cómo la gente se asoma desde la ventana y parece que les lees el pensamiento: “uy, mira, hay alguien nuevo en el pueblo”.

Eso sí, la espinita que me llevo es la del paseo. De niñas nos sentábamos en los bancos del paseo a comer pipas y mirar pasear a las mayores, con los nenes detrás diciéndoles cosas. Oye, que como con trece años salí del pueblo, con las ganas me quedé de ser yo la grande y que me lo dijeran a mí, eso de las miradas y de los besos.»

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