Hace unos días, conversando con mi amigo Enrique Beneyas (con quien comparto más de veinticinco años liderando proyectos en el ámbito de la formación, la estrategia, el marketing y los medios) surgió un concepto que se ha vuelto esencial para entender el impacto real de la inteligencia artificial: la IA no sirve para quienes buscan respuestas, sino para quienes buscan preguntas.
Ahí aparece Sócrates. Y su idea central: “la verdad no podía imponerse, sino emerger del diálogo”.
La mayéutica no consistía en dominar técnicas retóricas ni en memorizar argumentos. Consistía en algo mucho más profundo: activar la curiosidad a través del diálogo, tensionar ideas, abrir caminos, desmontar certezas y permitir que el razonamiento se desarrollara desde dentro del interlocutor. La clave nunca fue la pregunta perfecta, sino la capacidad del diálogo para revelar algo que estaba latente. Y aquí es donde encaja la IA moderna. No como un sistema para dar respuestas, sino como un espacio para pensar.
La IA conversacional es, en esencia, un catalizador: un instrumento que amplifica el proceso reflexivo, que nos obliga a ordenar ideas, explorar perspectivas, redefinir problemas y descubrir ángulos que solos no veríamos. Pero ese proceso solo se activa si existe algo previo: experiencia, criterio, conocimiento y una curiosidad entrenada. Sin eso, la IA no es más que una máquina que devuelve texto. Con eso, se convierte en un multiplicador del pensamiento.
Y es aquí donde Enrique y yo coincidimos: el modelo que está emergiendo no es el de “buenos prompts”. Eso es superficial, casi técnico. Lo que realmente transforma el aprendizaje y el negocio es la capacidad de sostener un diálogo productivo con la IA. Un diálogo que no se alimenta de comandos, sino de interés, de mirada, de experiencia acumulada.
Porque solo quien ha vivido lo suficiente en un sector sabe qué merece ser preguntado. Solo quien ha fallado y aprendido sabe dónde hay riesgo, quien ha liderado equipos o negocios entiende qué tensiones son estratégicas y cuáles irrelevantes. Solo quien tiene criterio sabe cuándo una respuesta abre una puerta o la cierra.
La IA no sustituye esa experiencia. Depende de ella. Una IA sin criterio humano es una herramienta pobre. Una IA dialogando con experiencia es un mecanismo extraordinario de descubrimiento.
Aquí es donde entra el negocio. Durante décadas, la ventaja competitiva estuvo en la información: saber más, analizar más, acumular más. Pero hoy esa ventaja se ha diluido: la información está en todas partes. Lo que diferencia a una empresa no es el acceso a datos, sino el modo en que esos datos se transforman en decisiones.
¿Y cómo se transforman en decisiones? A través de preguntas bien orientadas, fruto de una experiencia bien vivida.
La IA permite explorar escenarios, tensar modelos, anticipar riesgos, acelerar hipótesis, diseñar alternativas. Pero nada de eso tiene valor si no existe, al otro lado, un profesional capaz de sostener la conversación con profundidad. En otras palabras: mejor experiencia / mejor curiosidad / mejor diálogo /mejor razonamiento →/ mejores opciones de negocio. Esto cambia por completo la manera de aprender dentro de las organizaciones.
El aprendizaje deja de ser acumulación de contenido para convertirse en aprendizaje dialógico, continuo, activo, impulsado por preguntas, no por manuales. La IA permite que cada profesional tenga un “sparring intelectual” disponible en cualquier momento, pero solo la experiencia permite convertir ese sparring en una ventaja real.
La verdad no se impone, emerge. En esta nueva era, emerge del diálogo entre: la curiosidad del profesional, la experiencia que orienta esa curiosidad, y la IA, que amplifica el proceso.
No se trata de obtener respuestas más rápidas, sino de pensar mejor. Y pensar mejor es el mayor activo empresarial de nuestro tiempo.
La competencia ya no será entre empresas que usan IA y las que no.
Será entre empresas que saben dialogar con la IA -y, por tanto, aprender, adaptarse y decidir mejor- y empresas que simplemente esperan respuestas sin comprender la profundidad del proceso.
Porque la IA responde. Pero solo la experiencia sabe qué merece ser preguntado. Y solo la curiosidad sostenida convierte ese diálogo en ventaja competitiva.
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