La magia de la Copa se diluye en la hora de las brujas
Las meigas conjuraron a favor del Deportivo para acabar con el embrujo cordobés en el torneo del KO, tal y como quedó una afición entregada y agradecida
Es una buena noche. El cielo cubre El Arcángel como un manto azul oscuro. No hay nubes y la temperatura ofrece un descanso a todos cuantos se dan cita en su templo. Todo está preparado para que el embrujo cordobés caiga sobre la Copa del Rey, para que un nuevo hechizo convierta en mágica la que de cualquier otro modo podría ser una noche más. El estadio no presenta su mejor aspecto, aunque tampoco queda en soledad. Algo más de nueve mil almas se reúnen para disfrutar, una vez más, de una jornada especial. Es una de esas citas deseadas, que se comparte y vive a la luz de los focos, ésa que da un tono diferente a esta historia llamada fútbol. Las caras son de ilusión a las 21:30, cuando el coliseo ribereño vuelve a entonar con fuerza su himno. Suena con intensidad. La pócima está preparada. Menos lo está el terreno de juego, en un estado realmente malo. No importa, el balón debe ser la varita con que lograr el cumplimiento de los sueños.
La noche comienza de la mejor manera posible. Carlos Caballero, el particular mago del Córdoba, el hombre capaz de convertir en oro todo lo que toca. Con el hechizo del gol consigue que la pasión se desborde, que la grada vibre. El embrujo cae sobre un rival incapaz de responder. Todo marcha según lo establecido. Y así llega el momento del descanso. Aparecen por doquier bocadillos. Hay que reponer fuerza para encarar la segunda parte de una batalla cuyo desenlace se presiente favorable para los guardianes de El Arcángel. Sin embargo, la felicidad se torna pronto en incertidumbre. Juan Carlos aparece para evitar que las fuerzas queden equilibradas. La fortuna juega también su papel. El Deportivo marra un penalti y pierde la oportunidad de devolver el golpe asestado por su adversario. Pero el panorama cambia. Se equilibra la contienda y el encanto empieza a desaparecer, aunque las más de nueve mil almas reunidas en el templo levantado junto al sempiterno Guadalquivir alzan su voz y alientan a sus guerreros y al mago que los guía.
Nadie puede esperar, a pesar de que el rival toma el papel protagonista, que la magia de la noche se pierda. El marcador, como un hechizo que se vuelve en contra, se pone feo, de la forma en que no se quiere ver. Aun así, el aliento sigue llegando desde la grada. Es entonces cuando las huestes de Villa deciden retomar su dominio. Y entra en escena otro hechicero. Éste es más malévolo para con su contendiente. Sin tiempo a aparecer sobre el terreno de juego, Abel Gómez devuelve el equilibrio a una batalla que finalmente está destinada a ser más larga de lo deseado. Se busca el hechizo del gol una y otra vez. El enemigo necesita un respiro, está contra las cuerdas. Pero el golpe definitivo no llega por mucho que se siente cercano. El embrujo cordobés queda incompleto cuando se cumple el tiempo marcado para decidir quién alcanza la victoria. Las sonrisas se mantienen en el rostro de quienes ocupan la grada. La pasión no decrece, todo lo contrario. Toca enfrentar el reto definitivo, que al final no es tal.
El Córdoba quiere continuar con la magia de la Copa, la de las noches en vela, la de los hechizos imposibles que se convierten en realidad. Lo intenta, pero enfrente tiene un rival que también apuesta fuerte. El espectáculo es bueno y la gente lo disfruta. Es necesario volver a embrujar y para conseguirlo se ponen todos los medios. Se acerca la hora de las brujas y hay que recuperar el hechizo del gol, que no se produce. Todas las palabras en forma de disparos se disipan. La varita no funciona. Aunque en el último suspiro… sigue sin hacerlo. Ahora sí, se alcanza la medianoche, el momento del día en que el mal pretende superar al bien. Ahora sí, la batalla no tiene más salida que un intercambio de golpes, un cruce de conjuros. La magia, es la magia la que debe guiar el camino hacia el triunfo. Y al final, el embrujo ya no existe. En la hora de las brujas, las meigas que acompañan al rival gallego se reúnen en un aquelarre mortal de necesidad. Uli Dávila envía el balón a ese cielo azul oscuro que se presenta de un instante al siguiente en ese lugar en que habitan aquellos seres en los que no se quiere creer. Todo se acaba. La frustración reina y sin embargo no es motivo suficiente para que las más de nueve mil almas que se dan cita en el templo respondan como merecen a los defensores de sus ilusiones.
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