La vida cobra sentido en el 'Cabaret'
El final entre tinieblas en realidad no lo es. Una llama sigue viva. Siempre permanece así. Es inextinguible. El desenlace sólo es un breve entreacto. Pues la obra nunca ha de detenerse. Nunca termina. Ni siquiera cuando la cotidianeidad se torna oscura. Ni siquiera cuando la Humanidad cruza la frontera del terror. Parece acabar, pero jamás lo hace. El mundo gira. El lamento, el llanto o el más profundo dolor no es la solución. Aunque sí el necesario medicamento de la sociedad. Sin tristeza, vergüenza o facultad de compadecer el hombre -y la mujer- es simplemente una piedra. Un roquedal falto de sentimientos abocado a su derrumbe. Debiera ser obligatoria la empatía, como la expresión emocional sin temores. El llanto como la risa es latido. Como cada pulsación de una vida inagotable más allá del desastre. Como el aire eterno de la noche en el Cabaret. Porque aun en días de sombra queda un rescoldo de esperanza. El viaje continúa. Disfrútelo todo cuanto pueda, pues imposible es saber en qué momento va a volver a descarrilar el tren. No lo dude, suba al vagón de la noche que es luz en el Gran Teatro. Ni lo piense, vaya al Kit Kat Klub.
La vida cobra sentido en el Cabaret. Cualquiera tiene ocasión de redescubrirla desde la noche del jueves. En ese instante, el más famoso night club de todos los tiempos abrió sus puertas en la ciudad. Lo hizo de par en par, con la única pretensión de crear una auténtica, tanto como brillante y sobrecogedora, catarata de emociones. El Gran Teatro se convierte por unos días en el escenario del más imprescindible espectáculo. Se trata de uno de los musicales de mayor prestigio y reconocimiento. También uno de aquellos que perduran más allá de las décadas. Cincuenta años cumplió algún mes atrás de su primera representación en Broadway, la inagotable fuente de este género, un motivo por el cual recorre toda España en la actualidad. En su extenso trayecto, el espectáculo al que dieran forma allá por 1966 Joe Masteroff, John Kander y Fred Ebb recaló en Córdoba con total éxito. En primer lugar, por la avidez existente por shows de gran envergadura como éste. En segundo, y mucho más importante, por la calidad de la obra que desarrolla Som Produce. Un hecho éste que es posible gracias al nivel de elenco artístico y equipo técnico.
De repente, y así es anunciado con anterioridad -por si alguien aún lo desconociera-, el espectador se traslada a Berlín. Al de inicios de los treinta del siglo XX. Basta con cruzar las puertas del Gran Teatro. Es noche de Fin de Año y la fiesta estalla en el Kit Kat Klub. Todo de la mano de un extravagante, a la par que inmejorable, maestro de ceremonias. Se llama Emcee y su presencia es imprescindible. Comienza el atrevido espectáculo. Mujeres por doquier, es una sala de variedades. Y de algo más. Algún pecho al descubierto, algún gesto elevado de tono, alguna expresión obscena. Nada importa, porque la irreverente opción de disfrute es agradable y no alcanza lo soez. Jamás. Cada segundo es esencial, y así lo vive un público que entra y toma asiento al ritmo de un Willkommen que ya no va a olvidar. Suena la orquesta, las chicas bailan y de repente aparece ella. Es Sally Bowles, la mujer que alumbra una realidad sombría. La de una Alemania que observa, con colaboración, el temible ascenso nazi hacia el poder. Los malos augurios desaparecen en la noche.
Así comienza, ya lo sabrán los más, el musical por excelencia. Es Cabaret y todo en él merece atención. No sólo una Cristina Castaño (Sally) que es sencillamente un faro. A nivel interpretativo y musical, apartado que sorprenderá hasta límites insospechados a aquel que lo desconozca. La popular actriz, recientemente nominada al Fotogramas de Plata, encabeza un reparto sensacional. Genial es la actuación, a lo largo de las dos horas y media -con descanso de 20 minutos- que dura el musical, de Armando Pita. Él da vida al inigualable Emcee, un maestro de ceremonias divertido, descarado y falto de pudor. Un tipo capaz de hacer reír hasta el llanto y de generar un afecto tal que al final termina por pellizcar el corazón del público. ¿Por qué? La realidad hitleriana que vino después de aquel 1931… El que quiera saber más, ya sabe lo que ha de hacer.
En el Gran Teatro le aguardará también un sobresaliente Alejandro Tous -que domina la escena sobre las tablas-. Sobre él recae la responsabilidad de dar vida a Clifford Bradshaw, ese escritor norteamericano que llega desde París en busca de una historia y que de buenas a primeras se adentra en una turbina emocional. Un torbellino que es mayor debido al humano relato de Fräulein Schneider y Herr Schultz, dentro de cuyas pieles se meten Amparo Saizar y Enrique del Portal. O a la indescriptible repugnancia que promueve Ernst Ludwig. Un despojo con esvástica que sin embargo luce con un talento vocal admirable, el de Víctor Díaz.
Inevitable es romper en un aplauso incontenible al final del primer acto, tras la horrible exaltación del nacionalsocialismo que comienza a cubrir de oscuridad a Alemania. Y después al mundo. Surge en ese momento la extraña sensación en el espectador. La reflexión: reconocer a un tipo que luce el símbolo ideado por el mayor reflejo carnal del demonio que jamás existió. Cae el telón con una enorme esvástica. No sufra, ovaciona a un artista y no al maldito botarate al que representa. Sencillamente indescriptible es también el privilegio de disfrutar de música en directo. Porque ésta la pone con exacta precisión una orquesta que, por cierto, merece mayor respeto por parte del público. Es el único punto negativo que dejó el estreno de Cabaret en Córdoba, el desacertado abandono del teatro mientras que los músicos continuaban con su interpretación. La función no había terminado. Avisados están quienes acudan al espectáculo a partir de este viernes.
La obra conjuga a la perfección, por cierto, la escena teatral con la musical. Del mismo modo sabe dibujar un excelente juego de sonido y luz, dentro de una escenografía de gran envergadura. Un dormitorio, el pasillo de una pensión, una frutería, el vagón de un tren y, por supuesto, la sala Kit Kat Klub aparecen sobre las tablas en un show de inabarcable alcance emocional. La más loca diversión, la excitación, el amor, el miedo, la desesperanza, la resistencia, el asco, la tristeza… Todo confluye en un espectáculo capaz de arrancar carcajadas incontables tanto como de sobrecoger. Parece que se apaga entre las tinieblas del final, con la hidra nazi sobre cada cabeza, pero no es así. Si el que lee quiere vibrar, mover la pierna, reír, ocultar alguna que otra lágrima -no lo haga jamás- o simplemente sentir vaya al Berlín de los años treinta, al hogar de Sally y Clifford, a la sala que anima Emcee, a la pensión de Schneider o la frutería de Schultz. Si quiere saber más, acuda sin dudar al night club de moda imperecedera. Recuerde, la vida cobra sentido en el Cabaret.
0