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La Tarara/125: Lo culto y lo popular en un café cantante

La tarara en el Teatro Góngora.

Marta Jiménez

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La finísima frontera que separa lo culto de lo popular tiene un antes y un después de Federico García Lorca. El poeta dibujó y tensó unas líneas basadas en su respeto y amor, con toda la profundidad de ambos verbos, a la cultura del pueblo. Una pasión que viajó a las raíces y supo alejar de la vulgaridad el hecho diferencial andaluz.

Antes que poeta, Federico fue músico. Contaron quienes lo conocieron que se convertía en un ser magnético sentado al piano. La música popular, mediante la composición o la armonización, formó parte de buena parte de su obra, la poética y la dramática. Se puede comprobar en los cantos corales de Bodas de sangre o las coplas de las segadoras de La casa de Bernarda Alba. 

De este modo, con algunos de los elementos de estilización del arte del universo lorquiano, unidos al talento, el arrojo y la generosidad de cuatro enormes artistas de nuestro tiempo, ha nacido y se ha estrenado en el teatro Góngora -otro autor que vuela en la espiral de lo culto y lo popular, por cierto- la crónica sentimental titulada La Tarara/125.

Un café cantante -sin lámparas de cristal ni espejos verdes- para hacer memoria partiendo de las grabaciones de canciones populares que dejaron Federico al piano y su amiga cantante Encarnación López Júlvez, La Argentinita.

Ambos nacieron hace 125 años, en 1898, fecha de la que parte esta historia en la que tras el piano se sienta una mujer, la gran Rosa Torres Pardo, Premio Nacional de la Música, y la voz la pone un tenor, el cordobés Pablo García-López. Los acompaña el arrebatador bailaor Marcos Flores con la dirección escénica y dramaturgia de Paco López, que vuelve a casa. Una alineación de astros.

Pablo aparece en la escena roja, el escenario de un lugar imaginado llamado Lux Edén, como si fuera el maestro ceremonias de Cabaret. Se convierte en Federico para dar la bienvenida al público e invitar a entrar en el juego: a lo largo del espectáculo el tenor recitará, aflamencará la voz cantando unas sevillanas del siglo  XVIII y será actor. Al igual que la pianista, que también recitará y se atreverá a cantar; o el bailaor, quien asimismo cruzará las fronteras de varias disciplinas.

Con proyecciones a modo de cine mudo, con cartelas cronológicas, el viaje poético y musical, pero también político, será por la España de principios del siglo XX. Un país que comienza a volar impulsado por el entusiasmo, la educación y la cultura y en el que todo se trunca en 1936.

El espectador asiste al nacimiento del cine, con George Meliès, a la creación de La Barraca, acompaña al rey Alfonso XIII a las Hurdes o ve cantar a la propia Argentinita, hasta llegar al año de la muerte de Lorca. 

Poesía, canto, música y danza. Suenan deliciosas en la voz del tenor canciones como En el Café de Chinitas, Las tres hojas, Los mozos de Monleón, Nana de Sevilla o La Tarara y suenan piezas al piano envolvente de Torres Pardo compuestas por Granados, Albéniz o Debussy. De la pantalla, que proyecta imágenes de principio de siglo, entra y sale el bailaor Marcos Flores, cuya presencialidad, dominio del cuerpo y de su arte resultan emocionantes.

A través del arte, el dramaturgo no evita invitar a pensar sobre el tiempo que vivimos con la fuerza y la vigencia que aún poseen muchas ideas y palabras de Lorca:  “Yo soy español integral y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más, yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista, abstracta, por el sólo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”, declaraciones del poeta en su última entrevista, que recita el bailaor.

En el bis, los tres artistas se lanzan con una memorable versión de ¡Anda Jaleo! ante un público mayor de media de edad, qué pena. Con lo hermosas que hubiesen sido las miradas  jóvenes bebiendo de este espectáculo.

Todo un canto de amor al folclore y al arte de cuatro artistas que no necesitaban embarcarse en un proyecto como este. Ahí reside su grandeza y así se escribe la cultura con mayúsculas. La que rescata quienes fuimos y sueña con convertir un teatro cordobés como el Góngora en un pequeño Broadway, aunque sea por una sola noche. Así son quienes alimentan el alboroto (cultural) y alejan el tiroteo.

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