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La Casa de Bernarda Alba: “¡Malditas sean las mujeres!”

La casa de Bernarda Alba en el Gran Teatro

Marta Jiménez

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I

Federico García Lorca advirtió sobre su última obra, La Casa de Bernarda Alba, la que acabó de escribir en junio de 1936 y que Margarita Xirgu no pudo estrenar hasta 1945 en Argentina, que estos tres actos tenían la intención de ser un documental fotográfico. Quién sabe si el poeta soñaba con que este drama sobre la represión, la violencia y la injusticia pudiera acabar documentado el estado de la cuestión en otros tiempos futuros. 

Justo esto parece ser lo que busca el montaje del Centro Dramático Nacional (CDN) en esta nueva versión del “drama de mujeres en los pueblos de España”, en versión de Alfredo Sanzol y en escena este fin de semana en el Gran Teatro de Córdoba. Una adaptación que acredita la vitalidad del legado de Lorca: cuánto se anticipó el poeta a su tiempo y la exactitud con la que vaticinó la sociedad que estaba por llegar.

Sanzol hila el pasado con el presente en este montaje a través de la música, la danza y la escenografía. Fiel al texto de la obra, esta versión consigue suspender el tiempo entre el entonces y el ahora con explosiones de música electrónica que ponen en pausa el texto y convierten en danza contemporánea los estados de ánimo y la violencia sobre los cuerpos de las hijas de Bernarda. A modo de flashes, la danza es deseosa, anhelante, ansiosa en el caso de Adela y sus hermanas, para llegar a la de Angustias, más calmada y desinflada en el último acto.

La escenografía de Blanca Añón es visualmente muy poderosa, además de respetuosa con la que indicaba el propio Lorca, “blanca, sencilla”.  Con un precioso telón de encaje que sube en cada acto, el espacio geométrico a dos aguas, con solo sillas en escena y las sombras de las mujeres proyectadas en las paredes, cobija la pesadilla: La opresión de la tradición católica y del machismo empleados por Bernarda sobre las desgraciadas habitantes de una casa en la que existe “una tormenta en cada cuarto”.

II

“No me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar”, suelta la autoritaria matriarca. Federico se inspiró en su vecina de Valderrubio (pueblo de la Vega antes llamado Asquerosa, donde el poeta pasó parte de su infancia y adolescencia), una mujer llamada Frasquita Alba. La casa tenía un pozo compartido con la vivienda de una tía paterna, Matilde García Rodríguez. Desde el pozo se veían y oían a los del otro lado. Fue a través de esta tía suya cómo se enteró Federico y su familia de lo que sucedía y hablaban en casa de los Alba. 

Pero no todo lo que aparece en el drama de Lorca proviene de esta casa hoy convertida en museo. El luto riguroso fue inspirado por una pariente llamada Paca Mazuecos, cuya casa, tras la muerte de su hija, quedó de luto por completo, de negro riguroso, con pañuelo en la cabeza, sin flores en el patio, cortinas negras en las ventanas, en la falda de la mesa de camilla…

“Nacer mujer es el mayor castigo (...) Este luto me ha pillado en la mejor época de mi vida”, protesta Adela. O como grita Magdalena: “Malditas sean las mujeres”. Una frase que hoy tal vez se podría actualizar con Malditas sean las que reniegan del feminismo.

El caso es que esta versión contemporánea acaba apiadándose de Bernarda. Encarnada por Ana Wagener, una actriz con una gran presencia y suficientes matices para enfrentarse a cualquier dualidad, el personaje diluye su despotismo a lo largo del drama cruzada por un miedo a enfrentarse a la libertad que acaba haciéndola vulnerable.

Resultan memorables sus conversaciones con la criada Poncia, en la piel de otra grande, Ane Gabarain, quien borda el personaje más sabio de la casa. Ambas tienen el peso de convivir, en la mente de tantas espectadoras, con las míticas Nuria Espert y Rosa María Sardá en la versión que dirigió el más lorquiano de todos los dramaturgos actuales, Lluis Pascual. Pero Wagener y Gabarain salen dignas y airosas de la inevitable comparación.

En cuanto a la prole, existe corrección, pero demasiada urbanidad para el contexto rural que late en el texto. Hay algún que otro grito exagerado y se saca poco partido de la maravillosa Patricia López Arnáiz en el rol de Angustias, la triste hermana mayor. 

De la adaptación destaca la crítica a la dependencia de los personajes respecto al único hombre, omnipresente, que aparece en el texto pero no en escena: todas están sujetas a lo que decide Pepe el Romano sin cuestionarse nada.

Es “la fuerza que tiene un hombre entre mujeres solas”, como habla Poncia. No hay rastro de pensamiento crítico ni rebeldía con sus deseos, con las convenciones sociales, ni tampoco con el poder del dinero.

Y en esa dicotomía de víctimas y verdugos, ninguna de las mujeres resulta ser un alma virtuosa. De la opresión que sufren nacen la envidia y el miedo, que sumen a la casa en comportamientos que viajan de la claridad a la oscuridad.

III

Lluis Pascual opina del último drama lorquiano que muestra “nuestra manera, española, de ser de derechas”. Esa defensa a ultranza de una fachada que conecta con los antepasados. Un “eco genético” que sigue gozando de una triste actualidad.

Y hay algo más en esta obra desesperanzada. El hecho de que Lorca pusiera el punto y final a ese “¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!”, en junio de 1936, un mes antes del estallido de la Guerra Civil y dos de su asesinato. Algo que suma a su legendaria fama de hombre premonitorio, otra de sus sensibilidades.

Ese “¡silencio!” resuena hoy como un escalofrío en este y en cualquier teatro: por ser la fotografía que documenta los tiempos oscuros de los que parece que no nos podremos librar.

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