El 'ardor' poético de la Córdoba republicana que apagó el franquismo y que fue la chispa del Grupo Cántico
En la primavera de 1936, cuando la vida intelectual española estaba en una de sus cimas creativas, el país vivía sumido en un caos político que estaba a punto de reventar de la forma más cruel posible, con un sangriento golpe de Estado. Una asonada que fue especialmente dura en Córdoba, que era entonces una ciudad de provincias de algo más de 100.000 habitantes, en la que había algunos intelectuales que no eran ajenos ni al auge de las vanguardias ni a los cambios estilísticos que había introducido la Generación del 27.
Era una ciudad que, veinte años antes, había impulsado el Manifiesto a la Nación (1917) un documento documento firmado por liberales, socialistas y republicanos que reclamaba todo un programa reformista sintetizado en una frase: “España necesita hombres nuevos que traigan normas nuevas”. Hijos de aquella idea, un pequeño grupo de pensadores, maestros y escritores cordobeses decidió levantar a mediados de los años 30 una revista literaria que no atendiera a la temperatura política del país sino a un ideal estético. La llamaron Ardor.
El título, como si presintiera lo que estaba por venir, funcionaba a la vez como proclama generacional y como metáfora de un momento de incandescencia cultural que la Guerra Civil apagaría de un solo golpe. Ese número único —algo más que una rareza bibliográfica, casi un relicario de una Córdoba modernísima y hoy prácticamente desconocida— es, para algunos especialistas, el germen remoto de Cántico, un movimiento poético de la posguerra que, visto en perspectiva, no surgió de la nada.
Tampoco la propia revista Ardor fue un proyecto inocente: fue un intento serio de insertar a Córdoba en la red de revistas vanguardistas españolas. Su impulso, según explica el artista José María Báez —profundo conocedor de este ecosistema cultural y comisario de la exposición Córdoba 1924-2000. La ciudad y el tiempo de Rafael de La-Hoz—, tuvo que ver con un clima intelectual que venía fraguándose desde años antes y con unos nombres que, en su modestia, no han recibido el mismo reconocimiento que otros focos de la vanguardia peninsular. “Las cosas no surgen por generación espontánea”, insiste Báez. “En Córdoba había ya un tejido, unas conexiones, un aprendizaje común”.
De la aulas a las tertulias
El grupo responsable de la revista —Juan Bernier, Augusto Moya de Mena, Rafael Olivares Figueroa, Antonio Ortiz Villatoro y Juan Ugart— tenía un denominador común que en su época resultaba casi un pasaporte a la vida profesional y también intelectual: todos, salvo excepciones contadas, habían estudiado Magisterio. Era el camino que recomendaba Marcelino Domingo —“maestros y libros”— y que permitió que varias generaciones de jóvenes con aspiraciones literarias encontraran tanto trabajo como un espacio de sociabilidad cultural.
Entre ellos destacaba Rafael Olivares Figueroa, figura que Báez considera “fundamental” para entender este episodio de modernidad. Nacido en Venezuela de padre español y madre cubana, Olivares había conocido de primera mano los métodos pedagógicos y literarios centroeuropeos de entreguerras, y traía a Córdoba un interés profundo por la “poesía nueva” del 27 y por los experimentos de la vanguardia europea. En 1935 llega a la ciudad, y con él se acelera un proceso que ya estaba en marcha.
A su alrededor, jóvenes como Juan Ugart —motor indiscutible de la revista— y Antonio Ortiz Villatoro, autor de un primer libro de relatos y poemas (Escalones), alimentaban una ambición cultural de trascendencia que era poco común en la Córdoba de ese periodo. De hecho, antes de que Ardor existiera en papel, existió en palabras: en tertulias, en mesas redondas, en la célebre Hora Literaria y en el restaurante Bruzo, en la calle Gondomar, donde se encomendaba a cada miembro la preparación de una conferencia o un tema para debate. Allí Ugart habló de Luis Cernuda —cuando casi nadie lo hacía— y Enrique Moreno y Vicente Orti Belmonte presentaron una ponencia sobre Picasso en abril de 1936, un gesto de audacia para la Córdoba de entonces.
La revista como altavoz
En ese clima de efervescencia, Ardor se concibe como una revista trimestral. Su primera entrega, que acabaría siendo la única, reúne textos de colaboradores de trayectorias políticas y estéticas muy diferentes: Juan Ramón Jiménez, Emilio Prados, Rafael Laffón, Concha Méndez, Federico Muelas, Manuel Díez Crespo, José Manuel Camacho Padilla o Pedro Pérez Clotet —director de la vanguardista Isla, la gran referencia gaditana—. Una nómina plural en una ciudad donde el debate cultural solía discurrir por cauces más uniformes.
La impresión corre a cargo de la Imprenta Luque, vinculada a la Librería Luque, una institución sorprendentemente avanzada: Báez recuerda que aquella era una librería con asientos para que los lectores pudieran sentarse a leer sin obligación de comprar, y que contaba con una imprenta activa que se convirtió en refugio de las iniciativas vanguardistas.
El empeño del grupo se entiende mejor si se sitúa en el paisaje intelectual de entonces. En esos años, España vivía el apogeo de las revistas literarias: Isla en Cádiz, Mediodía en Sevilla, Gallo en Granada… Todas funcionaban como cajas de resonancia de una modernidad estética que se aceleraba. “Las revistas eran el altavoz de una sensibilidad nueva”, explica Báez. “Después de la Primera Guerra Mundial, Europa entera había entrado en un proceso de transformación. Aunque España no participó en el conflicto, el cambio de mentalidad llegó igualmente”.
La guerra: dispersión, silenciamiento y expedientes
Ardor quería ser una pieza más en esa red. Y lo fue. Pero apenas por unas semanas. El levantamiento militar de julio de 1936 cortó de raíz la continuidad del proyecto. Los cinco impulsores acabaron tomando caminos muy distintos, determinados por las circunstancias: Juan Ugart, que se adhiere a Falange y se alista en el ejército franquista, muere en la Batalla del Ebro en septiembre de 1938. Su madre, curiosamente, es la que conserva el material del número 2 de Ardor, que décadas después será publicado por la revista Alfoz.
Augusto Moya de Mena, profesor de literatura en la Escuela Normal, es suspendido de empleo y sueldo y obligado a trasladarse fuera de Córdoba. Juan Bernier, para evitar su detención, se alista también en el bando sublevado. Tras la guerra sufrirá expediente de depuración, aunque un camarada, José María Albariño, lo avalará. Rafael Olivares Figueroa, al ser venezolano, no puede ser depurado formalmente, pero acabará emigrando a Venezuela, donde impulsará grupos literarios de vanguardia antes de morir. Y Antonio Ortiz Villatoro seguirá escribiendo, pero su figura quedará eclipsada en la Córdoba de posguerra.
Los colaboradores tampoco salieron indemnes: el profesor y escritor Camacho Padilla, que había apoyado a la República desde Radio Córdoba, fue depurado. Y así, uno tras otro, todos terminaron afectados por un régimen especialmente vigilante con los docentes y con cualquier atisbo de heterodoxia intelectual.
La chispa que prende 'Cántico'
Pese al apagón que supuso la guerra, algo sobrevivió. Juan Bernier, el menor de los integrantes de Ardor, se convertiría en la correa de transmisión hacia un nuevo núcleo poético: el que, en la posguerra, formaría la revista Cántico junto a Ricardo Molina, Pablo García Baena, Julio Aumente, Mario López, Miguel del Moral o Ginés Liébana. La estética de Cántico, sin embargo, difirió notablemente de la heterogeneidad de Ardor, una revista en la que convivían falangistas, republicanos conservadores, socialistas, católicos, librepensadores.
En Cántico, en cambio, predominaba un horizonte ideológico apagado, despolitizado o directamente silenciado por las circunstancias de la dictadura, unido además por una experiencia común de marginalidad y por una sensibilidad estética homogénea (el gusto por la belleza clásica, el neobarroco, el surrealismo tardío, la sensualidad, la homosexualidad). La diversidad política, rasgo distintivo de Ardor, nunca reaparecería en la Córdoba literaria hasta bien entrada la democracia.
Una Córdoba moderna antes de tiempo
El relato habitual de la cultura cordobesa del siglo XX suele presentar un vacío entre el modernismo y Cántico. Pero la historia de Ardor, mirada con atención, desmiente esa simplificación. Había una Córdoba que hablaba de Picasso y Cernuda, que invitaba a Olivares Figueroa a conferenciar en Sevilla presentado por Jorge Guillén, que colaboraba con Isla y Mediodía y que pretendía organizar exposiciones sobre las revistas más avanzadas de España. Había, en suma, un tejido vivo y consciente de participar de un movimiento europeo.
Y había mujeres también —pocas, pero significativas—. En aquel único número de Ardor publican Concha Méndez y María Luisa Muñoz de Buendía, aunque no cordobesas. Ya fueron más que las que publicaron en Cántico o en las revistas andaluzas de la República, atendiendo a un ecosistema literario que en las provincias seguía siendo profundamente masculino.
La lenta vuelta a la luz
Tras la guerra, Ardor cayó en un olvido que duraría décadas. No reaparece con cierta estabilidad hasta la Transición. En 1983 la editorial Renacimiento la publica en un facsímil. A partir de ahí, su presencia es intermitente en proyectos de recuperación: en Poesía en los años oscuros (2000), en Minervas del 27 (2017), y en repertorios de referencia como el Diccionario de las Vanguardias en España de Juan Manuel Bonet.
En la memoria cultural de Córdoba, sin embargo, su sitio sigue siendo oblicuo, discreto, casi subterráneo. “No llama tanto la atención a la gente”, lamenta Báez, aunque reconoce que para quienes estudian la modernidad literaria andaluza es un testimonio “extraordinariamente importante”.
El título de la revista —Ardor— parece hoy una declaración de intenciones: ardor por la modernidad, ardor por la poesía nueva, ardor por sacar adelante un proyecto común pese a la heterogeneidad política del grupo. Un ardor que la guerra sofocó, pero no extinguió del todo. La chispa sobrevivió en Juan Bernier y prendió, diez años después, en Cántico. Y esa continuidad, tan frágil como decisiva, permite leer la historia cultural de Córdoba no como una cuerda cortada, sino como un tejido de hilos que se anudan, se tensan, se rompen y vuelven a encontrarse. O como la vela de un cirio que parece que se extingue y, cuando uno aparta la vista, vuelve a encenderse.
0