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Las historias reales del 23F cordobés que inspiraron la película 'Solos en la noche'

El abogado Filomeno Aparicio, en un mitin del Partido Comunista.

Juan Velasco

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Fue Filomeno Aparicio quien dio la noticia. “Señores, ha habido un golpe de Estado. Cada uno a su casa”. Esas fueron sus palabras ante una sala que enmudeció. Minutos antes, un teléfono había sonado en el despacho de abogados de San Felipe 11, en Córdoba. Al otro lado de la línea, un dirigente del Partido Comunista le había contado que el Ejército acababa de entrar en el Congreso de los Diputados a punta de metralleta.

Era el 23 de febrero de 1981 lejos de Madrid, en la ciudad en la que gobernaba un alcalde comunista y en la que se había montado un despacho colectivo de abogados laboralistas con vínculos con Comisiones Obreras. En la placa había cuatro nombres grabados: Rafael Martínez, Filomeno Aparicio, Francisco Rojas y Vicente Villarreal. No estaban solos, junto a ellos estaba la secretaria, Pepi Leiva, que también estaba, junto a otra compañera, Concha, entre quienes salieron por piernas de aquel despacho de abogados sin saber si iban a volver a pisarlo de nuevo.

Pepi cuenta la historia 42 años después a este periódico. Lo hace en Las Tendillas, escondida detrás de unas grandes gafas de sol (que podrían pasar perfectamente por las que se llevaban en los años 80), y con Berta Aparicio, abogada, hija de Filomeno Aparicio, sentada a su lado. Las dos son también parte de la red de historias que han inspirado Solos en la noche, la sofisticada comedia que ha estrenado este fin de semana en los cines el director y guionista Guillermo Rojas, hijo de Francisco Rojas.

Una película que cuenta lo que pasó en esas horas en las que los españoles temieron que el país emprendiera un nuevo viaje a la oscuridad, y en las que un grupo de abogados laboralistas cordobeses decidieron esconderse en una casa aislada a esperar acontecimientos. Todo parecido con la realidad es pura coincidencia, se lee en los créditos de algunas películas. Pero no en Solos en la noche, cuya base es la memoria sentimental de un grupo de personas cordobesas que han sentido un pellizco viendo como sus pequeñas historias daban el salto a la gran pantalla.

El hijo de Rafael Rojas

El responsable de este baño de memoria es Guillermo Rojas, quien señala a Cordópolis que la semilla de la película está en las historias que había ido escuchando a sus padres y su círculo de aquellos días. Y de aquella huída del centro de la ciudad a una casa en la zona noble, donde todo parece más tranquilo y aislado. “Creo que eligieron El Brillante por alejarse del centro de la ciudad. Y porque ese chalet estaba en obras, así que pensaron que nadie se imaginaría que estarían allí. También querían estar lejos de los vecinos, para pasar más desapercibidos”, comenta.

Aquella decisión de refugiarse en una vivienda alejada del centro de Córdoba fue crucial. Era un momento de gran incertidumbre en el que nadie sabía si al día siguiente tendrían que abandonar el país. “Mi padre me contaba todo como si fuera una batallita, pero la angustia real estaba latente en todo lo que salía de su boca”, añade Rojas.

Uno de los recuerdos más curiosos que relata el director es que, de alguna manera, se siente hijo de aquella noche. “Yo nací unos nueve meses después del golpe, y mi padre siempre dijo que se pusieron tan contentos que hicieron una gran fiesta, y que por eso nací yo”, explica el cineasta, que ha sabido trazar en la película esa mezcla de tensión y alivio, con un estilo que él mismo compara con las comedias de Woody Allen.

La noche de Pepi Leiva

Una descripción que no es muy distinta de la que hace Pepi Leiva. “Nos avisaron desde la sede del PCA que había un golpe, y lo primero que hicimos fue recoger todo lo comprometido que había”, comenta Leiva. La incertidumbre y el miedo se extendieron rápidamente. “Pasamos la noche pegados a la radio, sin saber qué iba a pasar”, relata. Su marido fue el dirigente comunista que los avisó y la familia no tardó en reunirse en la vivienda que compartían junto a su hija, la periodista Irina Marzo, que entonces tenía unos cuatro años, según recuerda.

Leiva, sin embargo, se negó a hacer las maletas. En su caso, no pensaba en marcharse, aunque reconoce que su marido probablemente sí que lo pensara, al estar mucho más expuesto políticamente. Parte de su tranquilidad residía en que la familia acababa de mudarse de piso y aún no se habían empadronado en su actual residencia, lo que, en su cabeza, les daba algo más de tiempo si sus nombres aparecían en una lista negra.

Todo eso pasaba por las cabecitas de la familia mientras se mataba el tiempo rompiendo material comprometido. Y mirando sin parar por la ventana. Cualquier coche sospechoso aparcado cerca despertaba temor, ya que la matanza de Atocha estaba fresca en la memoria de todos. “Vimos un 1500 estacionado y pensábamos que nos iban a detener”, recuerda Pepi, aunque luego resultó ser solo un vecino.

La hija de Filomeno Aparicio

En otra parte de la ciudad, en el barrio de la Fuensanta, en la tarde del 23F, un policía nacional de avanzada edad y reconocidas creencias conservadoras bajó las escaleras de su bloque y llamó al timbre de su vecino, un conocido abogado laboralista llamado Filomeno Aparicio, que se tomó varios segundos antes de abrir la puerta. Su hija, Berta Aparicio tenía tres meses aquel día. Años después, su padre le contó que aquel vecino no venía a llevárselo, sino a avisarle de que le convenía irse de aquella vivienda.

“Mi padre siempre decía que cuando se marchó no sabía si nos volvería a ver”, relata. Filomeno Aparicio se marchó rumbo a aquella casa de El Brillante, donde él y sus compañeros pasaron la noche y donde, a la mañana siguiente, otro coche sospechoso hizo que el miedo venciera a la comedia. Era el de un inspector de obras que se había pasado el 24F a ver los trabajos en un chalet cercano al que servía de refugio para los abogados.

“Viendo ahora lo que pasó, algunas cosas parecen graciosas, pero en su momento eran aterradoras”, explica Guillermo Rojas, que, en todos los años en los que ha ido acumulando ideas para la película, no le han faltado anécdotas. “Muchas personas empezaron a poner lavadoras de manera compulsiva, queriendo tener la ropa limpia en caso de tener que huir. Otros decidieron cruzar la frontera hacia Francia o Portugal, pensando que así iban a estar seguros”, cuenta el cineasta, que reconoce que la comedia involuntaria surge, en buena parte, de la irracionalidad del miedo.

¿Que hay de cómico en cuatro hombres poniendo un televisor recién comprado en un despacho, cuando se sienten a salvo de la tiranía del fascismo? La idea misma de imaginarlos peleándose con la antena de la época para que se vean las imágenes es pura comedia. Pepi Leiva cuenta esta anécdota, que no entró en la película. “Cuando nos reunimos al día siguiente, volvimos al despacho y, por el camino, compramos una tele, que no teníamos en el despacho ninguna, para seguir informados”, relata la secretaria.

El despacho

Cuando entraron por la puerta, el 24 de febrero, ya con cierta seguridad de que el golpe de Tejero no había triunfado, el despacho se había quedado congelado en el tiempo. Sólo se había evaporado el humo de los cigarros que se fumaban compulsivamente en aquella época. Una época en la que la propia práctica del derecho había dado un giro de 180 ºC.

El despacho de San Felipe 11, efectivamente, era una diana perfecta si triunfaba de nuevo el fascismo. “No era solo un despacho colectivo, era un espacio de convicciones compartidas”, dice Berta Aparicio, que apunta que sus miembros “eran abogados enamorados de su profesión, dispuestos a darlo todo por los derechos de los trabajadores”.

La hija de Filomeno Aparicio remarca que, en aquellos días, la profesión legal era también una trinchera política. Muchos abogados que habían trabajado bajo las normativas franquistas tuvieron que adaptarse rápidamente a las nuevas leyes democráticas, convirtiéndose en actores clave de la transición. El 23F fue un recordatorio de que esa lucha estaba lejos de terminar, y la amenaza de un retroceso era real.

Hoy, las amenazas son otras. El histórico despacho se ha convertido en un piso turístico. Sin embargo, Berta Aparicio guarda todas las placas que se anclaron en la pared de aquel bufete. Es un faro para la abogada. “Un bufete así a mí es que me parece de otra época totalmente. Es de Cuentamé. No sé si siguen existiendo despachos laboralistas así. O sea, hoy somos absolutamente individualistas. Somos egoístas. Queremos ganar dinero. Todos. Allí había una convicción absoluta de la comunidad. De lo común. Del compromiso”, concluye la abogada.

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