La Córdoba que lloró y celebró la muerte de Franco: “Teníamos una botella de champán fría para cuando lo anunciaran”
Los días previos a la muerte del dictador Francisco Franco, el historiador cordobés Manuel García Parody, entonces profesor en Sevilla, andaba muy pendiente del delicadísimo estado de salud del caudillo. Pero, claro, no era una tarea fácil escudriñar la gravedad del enfermo a través de los partes médicos oficiales, cuya redacción —llena de términos clínicos, intervenciones sucesivas y un deterioro casi diario— generaba más dudas que certezas.
“Yo hablaba con amigos médicos para que me explicaran lo que significaban aquellos partes”, cuenta el historiador en una charla con Cordópolis a cuenta de sus memorias sobre el hecho histórico del que se cumplen este jueves 50 años. García Parody, como buen escritor, prefiere arrancar con el prólogo: “Cada vez que salía un parte nuevo, mis amigos médicos me decían que el cuerpo de Franco era un auténtico caos clínico, un organismo que se mantenía por pura inercia. Sabías que estaba entrando en las últimas horas, aunque el régimen intentara transmitir serenidad”.
Las últimas horas terminaron, según el relato oficial -pues leyendas hay varias- en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. En el Hospital de La Paz, en Madrid, el dictador moría tras intensas jornadas de intervenciones quirúrgicas y transfusiones en vano. Y en Córdoba, a cientos de kilómetros, la ciudad vivía entre el miedo, la incertidumbre y una expectación contenida que, según quién lo cuente, desembocó en lágrimas… o en brindis.
Herminio Trigo, entonces un joven profesor y militante antifranquista que años después sería alcalde de Córdoba, recuerda que días antes había vivido un momento incómodo en una casa de Cazorla junto a Julio Anguita. “En la televisión anunciaban que Franco estaba muy mal. Y la gente que allí había, empezó a quejarse y a lamentar la situación. Nosotros, nos miramos y guardamos silencio”.
La manifestación pro-Franco de octubre de 1975
Para cuando, unos días después, ya en su casa, la noticia era la muerte del dictador, Trigo tenía la botella de champán preparada, bien fría. “Todo el mundo sabía que iba a pasar de un día para otro”, recuerda sobre aquel momento en el que la televisión interrumpió la programación y la foto del dictador apareció en pantalla. El sonido de la botella de champán sonó como un disparo, pero no de los que, durante tanto tiempo, habían atemorizado a los españoles. “Habíamos sufrido persecución por reclamar libertad. Aquello fue quitar el tapón para desaguar la piscina de la dictadura”, recuerda.
Pero no todos los cordobeses celebraron la noticia. En muchos hogares de Córdoba hubo lágrimas y duelo. No solo en la zona noble, también en los barrios obreros. De hecho, apenas un mes antes del 25 de noviembre, miles de cordobeses habían abarrotado la plaza de Las Tendillas en apoyo al dictador, toda una demostración de fuerza en la que estuvo presente Antonio Alarcón Constant, el último regidor del régimen, que el mismo día de la muerte del Caudillo, había acudido a una entrega de premios, según recogen las imágenes del Archivo Municipal.
“Muchos españoles sintieron que se moría el hombre que había sido el centro de su vida”, recuerda García Parody. “Otros brindaron. Yo no hice ni una cosa ni otra. Lo único que pensé es que España tenía que ser distinta”. El historiador, que entonces daba clases en Sevilla, recuerda, eso sí, que la sensación dominante era la de estar viviendo un momento histórico irrepetible.
Cristina Bendala, que años después se convertiría en la primera concejala del Ayuntamiento de Córdoba en las elecciones democráticas de 1979, recuerda con una mezcla de emoción y vértigo el amanecer del 20 de noviembre. Reconoce que la memoria se le mezcla a veces con otros hitos —como la legalización del Partido Comunista— porque fueron años vividos “a una intensidad que hoy cuesta imaginar”. Pero el recuerdo de aquella madrugada se acaba imponiendo.
Celebraciones, pero de puertas adentro
“Mis amigos y yo llevábamos mucho tiempo preparados para ese momento”, cuenta. “Sabíamos que, en cuanto muriera, todo se paralizaría. Que habría un día sin trabajo, un día suspendido en el aire. Así que habíamos quedado en irnos todos a Cazalla de la Sierra, donde teníamos una casita perfecta. Allí nos juntábamos siempre, con los niños pequeños correteando por todas partes”.
Así que, cuando todo parecía listo para que saltara la noticia, ella y su marido cargaron el coche con botellas de champán y anís, como tantos otros españoles que vaciaron las estanterías de las tiendas esperando una celebración que llevaba años contenida. “Cuando llegamos era muy temprano, y el pueblo estaba extrañamente silencioso. Había mucha gente asustada. Había miedo, un miedo parecido al de cuando empezamos a ir a los pueblos con los mítines ya en democracia: se notaba en la mirada de la gente”, rememora sobre una jornada en la que ella y sus amigos se reunieron en un pequeño bar del pueblo, una casa vieja con vigas bajas donde solían desayunar.
“Era un sitio diminuto, casi clandestino. Allí metimos a todos los niños en una mesa, abrimos las botellas y estuvimos celebrándolo mientras escuchábamos la televisión, que estaba encendida en la barra. No puedo evitar emocionarme todavía cuando lo recuerdo”, comenta, antes de reconocer que la euforia tenía un reverso. “A todos nos daba coraje que Franco muriera en la cama, tan tranquilamente. Nos parecía injusto, como si faltara algo. Pero también sabíamos que aquello era imprescindible para que pudiera empezar una transición real”.
Lo más vívido para Bendala es el momento en que su cuñado se levantó y habló con los niños y les explicó lo que estaba pasando. “Les dijo que quizá no pasábamos tanto tiempo con ellos porque vivíamos volcados en ese proceso político. Pero que todo lo que hacíamos era por su futuro, para que ellos crecieran en un país distinto. Me emocionó muchísimo. Todos sentíamos de verdad que estábamos viviendo el principio de un cambio histórico”.
El statu quo
Los periódicos de la época, sin embargo, estaban forzosamente obligados a mostrar que el statu quo seguía vivo y coleando, pese a la muerte del todopoderoso líder. El Diario Córdoba del día siguiente a la muerte del dictador titulaba a toda plana: “La obra de Franco y su aliento en el corazón del pueblo”. En sus páginas, anunciaba honores militares, su entierro en el Valle de los Caídos y la proclamación inmediata del nuevo rey. Debajo, una gran fotografía de Arias Navarro, jefe del Gobierno, con aquella frase inolvidable: “Españoles… Franco ha muerto”.
Más ciego era el semanario El Egabrense, que abría su edición del día 22 con un solemne titular: “Réquiem”. Su editorial, firmado por José J. Delgado, apelaba a “los buenos españoles”, aseguraba que “el corazón de España ha quedado roto de dolor” y llamaba a “apretar filas en torno al Príncipe de España”, presentado como heredero natural del Caudillo. Era el tono oficial de aquellos días: liturgia, resignación y un mensaje político nítido.
Eso explica que, en Córdoba, las calles no estallaran en júbilo. “Yo no salí. Era de noche, tenía mis hijos pequeños en casa y, aunque Franco hubiera muerto, la dictadura seguía intacta”, explica Trigo. “No sabíamos quién iba a dar el siguiente paso, ni qué fuerza tenía cada bando. Había respeto… y miedo”.
Ese temor se palpaba en el ambiente. El aparato del régimen continuaba en pie: gobernadores civiles, policía, militares. Todo seguía funcionando como si la muerte del dictador fuera apenas un detalle biológico. “La policía del día siguiente era la misma que apaleaba a obreros y estudiantes”, señala García Parody. En el Ejército, añade, “la mayoría era franquista; el ruido de sables era real”. Esa convicción, la de que el poder de Franco era tan absoluto que nadie podía ocuparlo completamente, alimentó días de incertidumbre, pero al final se convirtió en la grieta por la que se coló la esperanza.
El día después: sonrisas y cautelas
Mientras tanto, la oposición democrática vivía asfixiada. “Ser acusado de pertenecer a un partido ilegal podía significar tortura y hasta veinte años de cárcel”, recuerda el historiador. “Moverse en la clandestinidad era heroico”. El sindicato Comisiones Obreras, infiltrado en el sindicato vertical, era el alma de la resistencia, especialmente en Córdoba, junto al ilegalizado Partido Comunista, en el que militaban Herminio Trigo y Julio Anguita.
De hecho, Trigo recuerda que, a la mañana siguiente al anuncio, los corrillos cordobeses estaban más aliviados que eufóricos: “Nos reunimos con sonrisas de oreja a oreja. Pero también con prudencia. Arias Navarro seguía al mando y no sabíamos hacia dónde iría el país”. Lo que sí se aceleró fue la efervescencia política en las calles. Manifestaciones, carreras delante de la policía, saltos de un punto a otro para esquivar las cargas.
“Había vacío de poder. Cada gobernador civil interpretaba la situación como quería. En Córdoba no fue tan brutal como en otros sitios, pero cuando había manifestación, mandaban la fuerza pública con la porra. Tenías que salir corriendo”, recuerda el expolítico.
En paralelo, en las aulas y los espacios culturales, la vigilancia seguía siendo estricta. García Parody narra un episodio que ilustra la atmósfera. No mucho antes de morir Franco, el estado de excepción había aumentado aún más la represión. Él daba clase en Sevilla, y el temario de aquel día era sobre movimientos obreros. “Les dije a mis alumnos que estudiaran el tema en el libro, que yo no lo explicaría. No quería que nadie dijera que estaba haciendo propaganda subversiva”. Años después, mientras andaba por la capital hispalense, un antiguo estudiante le abordó solo para recordarle aquella decisión. “Nos impresionó —recuerda que le dijo— porque no sabíamos hasta qué punto no se podía decir nada”.
Una ciudad partida entre dos emociones
Córdoba, como Andalucía y como España, vivió dividida esa madrugada y los meses venideros. Para unos, Franco era la figura paterna del régimen; para otros, el símbolo de la falta de libertad. Entre lágrimas y brindis, la ciudad amaneció el 25 de noviembre de 1975 envuelta en la sensación de haber cruzado un umbral histórico.
“Nadie sabía cómo iba a acabar —recuerda Trigo—. Pero sabíamos que el régimen debía desaparecer”. Lo que nadie esperaba era que el encargado de pilotar el cambio fuera el joven Adolfo Suárez, un falangista del que desconfiaban tanto los franquistas inmovilistas como la oposición. “La sorpresa fue enorme cuando empezó a desmontar el sistema franquista”, subraya el exalcalde.
Con la muerte de Franco comenzó un movimiento democrático que ahora se ve inexorable, pero que, en aquel momento, desataba más interrogantes que respuestas. En lo que todos coinciden es que se vivió con una ilusión que fue capaz de imponerse al miedo. Bendala, por ejemplo, recuerda que, al regresar a Córdoba, el teléfono no paró de sonar. Los amigos de Sevilla, la familia, los compañeros de militancia. Todos compartían la sensación de estar entrando en una época nueva.
Pero, con el paso de los años, Bendala ha terminado formulándose una pregunta incómoda: “Éramos jóvenes, y aquello nos absorbió tanto que quizá no lo supimos transmitir bien a nuestros hijos. Ellos lo vieron, claro, pero no lo entendieron como lo vivimos nosotros. Y hoy pienso que qué poco les hemos enseñado de aquellos tiempos. Nosotros fuimos protagonistas de un cambio histórico… y, sin embargo, no contamos lo suficiente cómo se vivió, cómo se peleó y lo que costó”.
Con esa reflexión, Bendala concluye: “Lo que pasó entonces no se explicó bien a las siguientes generaciones. Y eso se nota mejor que nunca hoy”. Y dice hoy remarcando la entonación. Dice hoy porque, 50 años después de la muerte de dictador, hay voces en la generación de los nietos de Bendala, García Parody y Trigo se atreven a decir en alto, desde la total ignorancia, que con Franco se vivía mejor.
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