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Desde Córdoba a Grecia: sonrisas para los refugiados

Voluntarios de Risas Solidarias en un campamento de refugiados en Grecia.

Alejandra Luque

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Tres voluntarios cordobeses bajo la asociación Risas Solidarias cuentan su viaje y experiencia en varios campos alrededor de Tesalónica y califican la situación como “campamentos de concentración encubiertos”

Destrucción, miseria y podredumbre. Dejadez, indiferencia y pasividad. Pepe, Silvia y Greta han conocido el lado más deshumanizado de la persona. Pero también han visto la alegría de unos ojos que reclamaban atención nada más mirarlos. Han sentido la hospitalidad de quienes no tienen nada. De aquellos que han sido desterrados de sus países por culpa de la guerra. De tantos otros a quienes han obligado a convertirse en refugiados. Pepe –más conocido como Pepe Ciclos-, Silvia y Greta son diez de los voluntarios de Risas Solidarias y la Asamblea Prorrefugiados que han viajado a Grecia para visitar algunos de estos lugares, sitios que ellos califican como “campos de concentración encubiertos”.

Entre tanta barbarie, el objetivo de estos voluntarios ha sido llevar a Grecia un proyecto de sonrisas mediante espectáculos de teatro y circo. Pepe explica que “la risa es una ayuda humanitaria, psicológica y terapéutica”. Es el único arma capaz de lograr que la persona se olvide de la situación dramática que está viviendo. Por lo menos, durante la hora que dure el espectáculo. Con ellos, su Ballena Azul, la furgoneta con la que han viajado y que ha guardado en su interior todos los materiales y donaciones que particulares y organizaciones han regalado para los refugiados.

El grupo de voluntarios partió hacia Grecia el 14 de junio y durante dos semanas han visitado nueve campos de refugiados que se extienden por los alrededores de Tesalónica. Meses antes del viaje, todo el grupo realizó un trabajo previo de investigación para ver en qué podía ayudar. Ante una situación desconocida, surge la incertidumbre, y eso les ocurrió a los diez voluntarios. Greta cuenta que aunque no sabían muy bien con qué se iban a encontrar, sí sabían a ciencia cierta que, una vez estando allí, “habría cosas que hacer”. Lejos de lo que pueda pensarse, Greta no se refiere únicamente a colaborar en las tareas diarias de los campos. No. La ayuda que ellos querían dar iba más allá de todo eso. “Sabíamos que había cosas que hacer o, simplemente, saludar y abrazar a toda aquella gente”, apunta.

El campamento de Idomeni se convirtió en el lugar clave para visitar. Sin embargo, semanas antes del viaje, Grecia puso en marcha su maquinaria para desalojar este campo, fronterizo con Macedonia. De esta manera, este grupo de sonrisas se decantó, finalmente, por campos como los de Lagadikia, Vasilika, Neo Cabala, Softex, Sindos Frakapor, Drama y Cherso.

Entrar en los campos no es fácil. Los militares vigilan las entradas y las salidas de los refugiados. Nadie puede salir de allí sin ser visto. Y nadie puede entrar sin someterse al exhaustivo interrogatorio de los militares. Pepe asegura que “la entrada o no va en función de la cantidad de refugiados que haya allí. En algunos nos permitieron entrar porque íbamos con un proyecto solidario y para niños. Sino, hubiera sido muy complicado. Las restricciones son muy fuertes. De hecho, nosotros colaboramos con un grupo de voluntarios que preparaba bolsas de comida con verdura fresca y fruta para entregar a las familias que estaban en Ramadán. E incluso a ellos los obligaron a dejar toda la mercancía en la puerta. Allí no se están preocupando ni siquiera de la alimentación de estas personas”.

Una vez dentro, “lo que ves son descampados a pleno sol, llenos de tiendas de campaña amontonadas y en situaciones terribles. No hay sombras ni lugares en los que cobijarse”. Son lugares a más de 15 kilómetros de los centros urbanos, “y no tienen la posibilidad de desplazarse”, explica Pepe. Además, cuenta que “en el momento en el que los militares ven que alguien intenta salir, se lo prohíbe. Son campos de concentración encubiertos”.

Superadas estas barreras, los voluntarios “de las sonrisas” comenzaban su espectáculo, que consistía en un pasacalles por el campamento, seguido de un espectáculo de circo. Aquí, también se encontraron con problemas. Silvia explica que se tenían que “buscar la vida” para poder hacer el espectáculo “ya que dentro de los campos no hay nadie que los organice o te oriente. Hay una falta total de información para las propias personas refugiadas y para quienes vamos allí. Y los militares no tienen interés ninguno en ayudarte”.

Durante horas, el grupo de voluntarios se encargaba de hacer reír a los pequeños y a los no tan niños. A pesar de la barbarie a la que se encuentran sometidos, los voluntarios explican cómo “nada más entrar, empiezan a tocarte, a abrazarte y a moverse alrededor tuya. Están deseosos de ver a gente que se preocupe por ellos”. Greta destaca la hospitalidad con la que los recibieron. “Nos invitaban a ver sus tiendas, a comer y a beber y ni siquiera sabíamos de dónde sacaban el agua fresca para beber porque allí no hay nada”. A este respecto, Silvia recalca la necesidad de “cambiar la imagen que se tiene del mundo árabe y dejar de criminalizarlo”.

Pero las restricciones militares no están únicamente en las entradas o salidas. Y es que, este grupo de voluntarios se encontró con una situación más adversa todavía en el campo de Neo Cabala. Ahí, “nos prohibieron hablar con los adultos, no podíamos usar móviles para grabar o hacer fotos y sólo nos permitieron estar tres horas en el campo”, explican los voluntarios.

En cuanto a la higiene personal, describen que la situación es “aún más dantesca”. En la mayoría de los campos, las duchas y los aseos son portátiles y hay alrededor de 10 0 12 módulos para cada 4.000 personas. Greta explica que “la principal consecuencia de esto es que se ensucian enseguida, no los cambian con asiduidad y en algunos campos, el agua se acaba por la mañana”. En este sentido, Greta cuenta que “sólo hay dos duchas de agua caliente que, cuando se acaba, sale muy fría. ¿Cómo vas a bañar ahí a un niño pequeño a un recién nacido? Es impensable”. Y es que, la mayor parte de la población que sobrevive en estos campos son niños, adolescentes y, en su mayoría, mujeres.

A pesar de haber visitado varios campos de refugiados, Softex ha sido el que más “ha calado” en el espíritu de estos voluntarios. Y lo reconocen. “Al salir, varios de nosotros se vino abajo porque es el campamento que peor está”. Este campo está situado detrás de una refinería y lo atraviesa un canal de aguas putrefactas y residuales “donde las madres y los niños cogen agua y se bañan”, señala Greta. Las tiendas se extienden por fuera y por dentro de la fábrica, atadas unas a las otras por cuerdas; un pabellón cerrado, sin ventilación y con luces de neón.

Del campamento de Drama, los voluntarios señalan la ausencia de militares; “sólo hay policía que no pide la documentación”. En este campo, ni siquiera hay tiendas. Los refugiados sobreviven en una nave en la que los habitáculos están construidos con madera y mantas. Checos es el campamento de los contrastes. “Por un lado, te encuentras una sala de cultura y un huerto. Pero, después, ves una cantidad ingente de basura amontonada y de piquetas de acero”, cuentan los voluntarios.

Y, ante esta situación, ¿cuál es el papel de las dos grandes organizaciones, como Cruz Roja y ACNUR (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados)? Pepe, Silvia y Greta coinciden en afirmar que “su labor es absolutamente ninguna”. Reconocen que “la ayuda humanitaria la tienen monopolizada estas organizaciones, pero son las asociaciones pequeñas quienes realmente hacen más por ellos”. En palabras de Pepe, ACNUR tiene presencia con las tiendas de campaña, pero Cruz Roja no hace apenas nada. No hay hospitales de campaña, por ejemplo“. A este respecto, Greta señala que ”ACNUR es quien gestiona la recogida de basura en algunos campos pero, en la mayoría, se recoge cada semana y son más de 4.000 personas allí“.

Pero entre tanta desesperación, estos voluntarios pudieron darle esperanza a una familia. En los últimos días del viaje, los voluntarios viajaron junto con la organización Oikopolis. A escondidas y con la mirada descuidada de los militares, pudieron “sacar de un campo a una familia compuesta por Nidal -un padre que se dedicaba a la construcción en Siria-, Samira -una madre que ha perdido a su bebé hace días-, Asmahad -la hija de ambos-, y Zahida -la abuela materna de esta familia- A ellos ya les espera un futuro mejor. O una mejor vida. O, al menos, un lugar que les dé verdadero refugio. Pero atrás quedan miles de personas, olvidadas en terrenos desérticos y esperando la hora para salir. O para huir. En busca de la libertad.

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