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Mi pan y la pandemia

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José Carlos León

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Creo que somos una de las pocas familias españolas que desde el confinamiento no había hecho pan en casa. Nunca habíamos hecho y no teníamos ni idea, pero el aburrimiento, un saco de harina de cinco kilos y el atrevimiento hicieron el resto. Consultamos con expertos (San Google, claro) y seguimos sus consejos, sin experiencia previa, actuamos con desconocimiento y absoluta falta de pericia, tomamos las primeras medidas, improvisamos, rectificamos a la desesperada cuando creíamos que ya era inevitable (¡más harina, es la guerra!) y finalmente nos encomendamos a media hora de horno para ver qué pasaba. Resultado: el desastre, un engrudo crudo e incomible, medio kilo de harina desperdiciado, un par de cabreos y el que aún me espera cuando llegue la factura de la luz. Como a cabezones no hay quien nos gane, consultamos con nuevos expertos, improvisamos alguna solución alternativa y al día siguiente volvimos a intentarlo con el mismo resultado. Mañana voy al Pan Recor y me dejo de pegos.

Lo que hemos aprendido de esta breve aventura panadera es que no tenemos ni zorra idea, que mucha gente que aconseja y da recetas maestras tiene la misma idea que nosotros, y que posiblemente nuestros ingredientes y nuestras estrategias no eran los mejores. Para colmo (no es coña) el primer día utilizamos levadura caducada, así que sin conocimiento ni recursos cualquier opción de éxito estaba en manos de la casualidad y la fortuna. Cuando ninguna de las dos juega de nuestro lado, lo más lógico es el caos.

En resumen, nuestro pan es una mierda. Es una cosa amorfa e indefendible desde cualquier punto de vista y, por tanto, expuesta a cualquier crítica de todo el que sepa hacerlo mejor e incluso del que no lo haya hecho nunca. Nuestra intención era loable, pero nuestro desempeño, las medidas tomadas y la gestión de la crisis del pan fue un desastre, y sólo hay que ver el resultado para constatarlo. Por mucho que defienda que hicimos todo lo que nos dijeron o incluso todo lo que decían los protocolos (las recetas, vamos), hay algo que no salió bien. Decir lo contrario sería un ejercicio de testarudez o, simplemente, una falacia. Por eso tampoco puedo pedirle a nadie que nos apoye ciegamente, que diga que lo hicimos todo bien y que no cometimos ningún error, porque nada de eso taparía el estropicio. Pese a todo, podría llamar a todos mis amigos y decirles que se comieran el engrudo sin rechistar, que se hicieran un selfie mientras hacían el paripé antes de escupirlo y que le dijeran a todo el mundo lo bueno que estaba. El colmo del cinismo sería criticar al que señalara nuestros fallos en lugar de aplaudirnos las gracias, criticándolo y tachándolo de antipatriota porque “ahora no es el momento de buscar culpables”, sino de apoyarme pese a que todos los indicios apuntan que soy el peor panadero de Fátima.

Porque el rey desnudo va en pelotas aunque nadie se lo diga ¿El niño del cuento es culpable de decir lo obvio o tendría que haberse callado para continuar con la farsa?  ¿De verdad es esto tan difícil de entender?  ¿De verdad es tan inasumible la crítica a una gestión deplorable a la vista de los resultados? ¿Tan complicado es defender lo indefendible envuelto en la bandera de la ideología? Si yo he encontrado respuestas para todas estas preguntas en una tarde haciendo pan, creo que todo el mundo (la mayoría, mucho más inteligente) podría encontrar las suyas. A mí también me da envidia lo que ha pasado en Portugal, con ese consenso entre todos los partidos y el respaldo de la oposición a la acción del gobierno. Aquí también hemos tenido ejemplos loables, como el hermoso discurso de Rita Maestre ante Almeida en el Ayuntamiento de Madrid, pero todo eso es posible cuando la gestión es sincera y se ve avalada por los resultados. Lo contrario es el sectarismo, un elogio a eso de sostenella y no enmendalla y un canto a la manipulación calculada de la masa y la búsqueda del disidente. Y quizás lo peor es saber que nada ha sido casual, porque todo ha estado diseñado desde el poder en base a los sesgos cognitivos, como por ejemplo:

  • Argumentum ad nauseam. Es una falaciaen la que se argumenta a favor de un enunciado mediante su prolongada reiteración por una o varias personas.​ La apelación a este argumento implica que alguna de las partes incita a una discusión superflua para escapar de razonamientos que no se pueden contrarrestar, reiterando aspectos discutidos, explicados y/o refutados con anterioridad.
  • El efecto Bandwagon. Literalmente, el vagón de la banda del circo al que se subían los oportunistas. También es llamado efecto gregario, porque es al que se suman los que no tienen una opinión hecha o es débil, aprovechando que la mayoría de la gente sigue a la masa más numerosa aunque tengan conciencia de estar equivocados. Porque como dijo Kant en Introducción sobre la Pedagogía, “el ser humano es la única criatura que necesita ser educada”.

https://www.youtube.com/watch?v=pPh3pVCdIk8

  • El sesgo del falso consenso. Esto es válido para cualquier opinión, para esas dos Españas que han vuelto a enfrentarse, porque las personas tendemos a presuponer que nuestras propias opiniones, creencias, predilecciones, valores y hábitos están entre las más elegidas, apoyadas ampliamente por la mayoría, básicamente porque nos rodeamos de gente que piensa igual que nosotros.

Soy el primero que se alegra de que desciendan las inasumibles cifras de muertos, y valoro el enorme sacrificio que todos hemos hecho durante estos dos meses encerrados sin llegar a tener claro si era necesario. Pero por todo lo que estamos pasando y por todo lo que nos espera (lean aquí mismo a Alfonso Alba, lean), exijo que me dejen opinar y, sobre todo, que no me tomen por gilipollas. Porque me ponga como me ponga, mi pan era una mierda. Ni yo puedo convencerme de lo contrario.

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