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Los últimos que cayeron al alba

David Val

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El jutge m’ha condemnat,/ la sentencia em llegia./ Molts botxins m’han donat mort/ amb una cruel sagnia./ Adéu companys de ciutat,/ de la ciutat molla i grisa./ Amics moriré cantant/ cançons de la terra mia./ Són cançons de llibertat,/ per ella perdo la vida!“.

(Letra de Maria Aurélia Campmany en homenaje a Txiki)

 

El 27 de septiembre de 1975 llegó la noche más larga. José Luis Sánchez-Bravo Solla, de 21 años, fue fusilado en Hoyo de Manzanares tras esperar desesperanzado una amnistía que nunca llegó. Junto a él, y con unos minutos de diferencia, cayeron también bajo las balas de las Fuerzas del Orden Público, Xosé Humberto Baena (23 años) y Ramón García Sanz (27). Un poco antes, pero en Burgos, se fusiló a Ángel Otaegui (33); y en Cerdenyola caía abatido Jon Paredes “Txiki” (21 años) mientras entonaba el Euzko Gudariak entre consignas y gritos de libertad. Fueron los últimos cinco fusilados del franquismo. 54 días después, el dictador exhaló su último aliento.

Es imposible precisar el número de personas ejecutadas después de la Guerra Civil, pero algunos historiadores hablan de más de 200.000. Sin embargo, las más recordadas son sin duda las de estos cinco mártires que recibieron las balas del Régimen cuando toda Europa protestaba contra la pena de muerte que todavía se aplicaba en España. Esa noche fue eterna. José Luis Sánchez Bravo, natural de Vigo, pero residente en Madrid desde que estudiaba Físicas en la universidad, divisaba la luna desde la ventana de su celda de la cárcel de Carabanchel. En las celdas contiguas, Baena y García Sanz esperaban la llegada del alba.

La condena

La condena

El 17 de septiembre de 1975 se constituyó en el acuartelamiento militar de El Goloso el consejo de guerra que debía fallar la causa seguida por el trámite sumarísimo 1/75 contra los procesados Manuel Cañaveras, María Jesús Dasca, José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz y Concepción Tristán, supuestos autores de un presunto delito de terrorismo con ocasión de la muerte del teniente de la Guardia Civil, Antonio Pose Rodríguez, acaecida el 16 de agosto de 1975, según explicaba el auto publicado ese día en La Vanguardia.

Poco después de comenzar el juicio, durante la lectura de las acusaciones imputadas a los procesados y de las actuaciones llevadas a cabo por las autoridades para el esclarecimiento de los hechos, varios de los abogados defensores hicieron algunas observaciones al presidente del Tribunal, que les apercibió para que se callaran. Como siguieron insistiendo en las irregularidades del proceso, el presidente les ordenó abandonar la sala, ocupando el estrado los abogados codefensores, que también fueron expulsados cuando actuaron como sus compañeros. Todos menos el abogado defensor de José Fonfría, el único de los procesados que no estaba condenado a muerte. El resto fue sustituido por abogados defensores militares nombrados de oficio... No había pruebas ni tiempo para preparar la defensa, pero el futuro estaba escrito de antemano.

Los acusados confirmaron pertenecer al FRAP (Frente Revolucionario Antifascista Patriótico), pero negaron haber participado en el asesinato del guardia civil y alegaron haber sido sometidos a presiones para declarar. Pero no les dejaron explicarse. El único que pudo hacerlo fue Fonfría, que añadió que cuando supo “lo que iba a ocurrir” se retiró porque no era partidario de la violencia. No vio nada. Solo dijo que el día de los hechos, el 16 de agosto, vio a Sánchez Bravo y a Cañaveras, quienes le dijeron que iban “a cargarse a alguien”. Tras esta pobre declaración, la audiencia pública del Consejo de Guerra quedó vista para sentencia.

Al día siguiente, acogiéndose a la pena pedida por el fiscal, se hizo público el fallo: cinco sentencias de muerte y 20 años de pena de reclusión para Fonfría. La sentencia declara probado que el Partido Comunista de España ha ordenado este asesinato después de publicar una circular desde París en la que pedía más actuaciones violentas contra el Régimen de Franco.  (Aquí puede leer toda la sentencia).

La ejecución

El 26 de septiembre de 1975, el Consejo de Ministros encabezado por Carlos Arias Navarro, reunido en el Palacio de El Pardo, ratificó las condenas a muerte de Ramón García Sanz, por haber sido “autor material” de la muerte del teniente Antonio Pose y de José Luis Sánchez Bravo, acusado de “organizador e inductor” del asesinato. Se indultó a Manuel Cañaveras, María Jesús Dasca y Concepción Tristán.

A las penas de muerte de García Sanz y Sánchez-Bravo se unieron las de Jon Paredes “Txiki”, miembro de ETA y culpable de participación en atraco a mano armada en la sucursal del Banco Santander de Barcelona donde murió un cabo primero de la Policía Armada; Ángel Otaegui, miembro de ETA y culpable de participación directa en el asesinato de un cabo primero de la Guardia Civil en Azpeitia; y Xose Humberto Baena, miembro del FRAP y culpable directo del asesinato el 14 de julio de 1975 del policía armada Lucio Rodríguez Martín frente al Hospital Militar “Gómez Ulla” de Carabanchel.

Mientras los cinco condenados esperaban la llegada de la hora fatídica, en el exterior seguían las gestiones para pedir clemencia. La ola de protestas explotó. París, Carcassona, Dijon, Atenas, Colonia, Ámsterdam, Göteborg, Bonn, Roma, Copenhague, Lieja, Bruselas, Viena, Boston... vivieron manifestaciones masivas y ataques a intereses españoles. Pero los más graves incidentes se produjeron en la embajada española en Lisboa, que fue saqueada e incendiada por los manifestantes, algunos de ellos militares, mientras las radios Renascença y Club Portugués llamaban a la movilización de “todos los patriotas y antifascistas”.

Un grupo de abogados madrileños se reunió en el despacho de Pedrol Rius, decano del colegio, y llamaron al Vaticano. Otro grupo de letrados, entre los que estaban Tierno Galván, Manuela Carmena, Jaime Miralles, Leopoldo Torres y Cristina Almeida, se encerraron en la sede colegial. Lo mismo ocurría en Barcelona. Otros colegios, los de Arquitectos, de Ingenieros, de Licenciados... celebraron asambleas y dirigieron telegramas en petición de clemencia. La Asociación de la Prensa de Madrid logró la adhesión de 115 periodistas en apenas una hora.

El Papa Pablo VI se puso en contacto con El Pardo, desde donde se le dice que el jefe del Estado “se ha ido a dormir y ha dicho que bajo ningún concepto se le moleste”. Al día siguiente, el Papa lo confirmará ante miles de fieles en la plaza de San Pedro, tras repudiar el terrorismo: “Hemos pedido clemencia por tres veces y esta misma noche hemos suplicado de nuevo en nombre de Dios. Desgraciadamente, no hemos sido escuchados”. El nuncio en España, monseñor Dadaglio, se presentó a las cuatro de la mañana en la sede de Asuntos Exteriores y poco después lo hizo el embajador alemán. Pero nada ni nadie logró parar la terrible sentencia.

Ya entrada la madrugada, José Luis Sánchez-Bravo pidió papel y lápiz para escribir su testamento político, donde afirmó que la ejecución del anarquista catalán Salvador Puig Antich en marzo de 1974 le había impulsado a la lucha revolucionaria. Entristecido, pero esperanzado por entender su muerte como la gota que colmaría el vaso de la rebeldía y de la lucha ante el plausible agotamiento del caudillo, José Luis recibió una visita inesperada. Su novia Silvia Carretero, también de 21 años, fue trasladada en coche celular desde la prisión de Yeserías donde estaba detenida, hasta la de Carabanchel para dar el último adiós a José Luis, el padre del hijo que esperaba desde hacía tres meses. Cuando a las 7 de la mañana, Silvia fue obligada a volver a su prisión, prometió entre lágrimas que aquel hijo se llamaría Ramón Luis Humberto, en memoria de los tres condenados.

Esa misma noche, el compositor Luis Eduardo Aute, conmovido por la trágica situación que se respiraba en España, daba por concluida una bella canción titulada “Al Alba” que había comenzado a escribir los días previos a los fusilamientos. “Ha sido una de las canciones que más rápido me surgieron, pero quería que la gente la cantara. La verdad es que no tuve que pensar mucho, salió del dolor”, explicó años más tarde en una entrevista. Sin duda, “Al Alba” se convirtió en un canto a la vida, enmascarado en una canción de amor, la única forma de que pasara la censura. “Por eso la estructuré como una canción de amor, de despedida para siempre y como un alegato a la muerte. Pero hay varios elementos muy vinculados a las ejecuciones de esa noche”.

A las 8:30 de la mañana, en el patio de la cárcel de Villalón de Burgos, Ángel Otaegui, después de apurar una botella de coñac con sus carceleros, fue situado ante un pelotón de voluntarios de la Policía Armada y fue abatido por una ráfaga de disparos. Cinco minutos más tarde, Jon Paredes “Txiki” también murió en un solar junto a las tapias del cementerio de Cerdenyola. Su hermano y sus abogados asistieron a la ejecución. A uno de los guardias civiles, visiblemente nervioso, se le disparó un tiro al aire. Inmediatamente después, dispararon los otros cinco, disparo a disparo, y luego otra vez seis tiros. Con el cuerpo desplomado durante unos interminables segundos, sus abogados oyeron a Txiqui que seguía cantando el Euzko Gudariak, hasta que el teniente ordenó al pelotón el tiro de gracia. Poco antes de ser trasladado al paredón, Txiqui, extremeño de nacimiento, pero defensor a ultranza de Euskal Herria, escribió estos cuatro versos:

Mañana cuando yo muera,

No me vayáis a llorar.

Nunca estaré bajo tierra

soy viento de libertad.

A las 9:00 de la mañana, en el campo de tiro de El Palancar, en Hoyo de Manzanares, fueron fusilados por voluntarios de la Guardia Civil y de la Policía los tres condenados del FRAP. A las 9:10 horas caía abatido Ramón García Sanz, que huérfano y sin familia había pedido ser fusilado el primero para estar acompañado por su amigo José Luis. A las 9:40 sería el turno de José Luis Sánchez-Bravo y, por último el vigués Xose Humberto Baena, en torno a las 10:15 horas. Las detonaciones pudieron oírlas, aterrados, un grupo de periodistas y abogados que intentaron penetrar sin éxito en el recinto.

Años después lo explicó así José Oneto: “Oímos una descarga sorda, multiplicada por el eco (...). Un largo e intenso escalofrío nos recorrió el cuerpo. Miramos el reloj. Eran las 9:10 de la mañana (...). Momentos después oímos un tiro solitario que volvió a multiplicarse por el eco. Alguno de nosotros, con lágrimas en los ojos, musitó un cabrones...”

Artículo publicado en mi blog, Vida y obra de un cronopio, en julio de 2011Vida y obra de un cronopio

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