La leyenda del rival: Luis Aragonés
A Samuel Etoó le zarandeó una vez cuando coincidieron en el Mallorca pero, cuando tuvo que recordarle para un documental de Cuatro, con las lágrimas saltadas y vestido con el chándal del Chelsea confesó que el día en el que se enteró de su muerte sólo pudo ir a entrenar al recordar las palabras que un día le dijo el Sabio (por cierto, apodo que no le gustaba): “siempre hay que buscar fuerzas donde no las hay”. Y añadió: “creemos que las personas que más queremos no se pueden ir”.
Luis Aragonés es una leyenda del Atlético de Madrid. Acaso, su mayor leyenda. El hombre que cambió la historia del fútbol español con su indomable carácter y su personalidad.
Nace en Hortaleza (1938). Tras iniciarse en los jesuitas de Chamartín y en el Getafe Deportivo comienza, paradójicamente, a jugar al fútbol en serio en el Real Madrid, de donde pasa cedido al Recreativo de Huelva –ciudad en la que conoce a su mujer Pepa-. Trashumando la pelota milita en Hércules, Plus Ultra, Úbeda, Oviedo y Betis.
Aragonés se especializa. Es un centrocampista con mucha pegada –llegó a ser pichichi en el 70- y un exquisito lanzamiento a balón parado, disciplina que se convierte en su obsesión y para la que hace horas extras tras los entrenamientos. Un ‘ocho’ con mimbres de ‘diez’. El periodista Javier Valdivieso le apoda “zapatones”, por su larga zancada.
Ya forjado, llega al Atlético en el 64 y pronto comprende que no será una estación de paso. El estadio del Manzanares se convierte en su hogar y su escuela. Y destaca. Consigue tres Ligas (66, 70 y 73) en una de las épocas más gloriosas de los colchoneros. Su espinita, que es la de todos los atléticos, es esa esquiva Copa de Europa. En su caso, la del 74, en la que anotó un gol maravilloso de falta a Maier que incluso celebró nada más disparar de tanta fe como tenía en su diestra.
Justo tras esa final Vicente Calderón le convence para que pase de jugador a entrenador sin solución de continuidad –siendo rigurosos: con la pausa de diez jornadas en las que lo dirigió Juan Carlos Lorenzo- y sin mudar de camiseta. La jugada le sale perfecta. Gana en seis años una Intercontinental, una Liga y una Copa.
Acumula experiencia en otros banquillos, sin casarse nunca ni con estrellas ni con presidentes –especialmente sonados sus conflictos con Núñez y Gil-. El fútbol le resulta amargo cuando hace descender con el Oviedo al Atlético y al año siguiente con el Mallorca –al que cuela en Champions- al Oviedo. No se le caen los anillos tampoco para ser clave a la hora de devolver al Atlético a Primera –cuando acuñó el célebre bucle de “Ganar, ganar, ganar y volver a ganar”-.
En julio de 2004, sin que el presidente de la Federación Villar lo tuviera muy claro, Luis Aragonés acepta el reto de liderar una selección deshecha tras un nuevo fracaso en la Eurocopa de Portugal. Lo pasa mal. Muy mal. En el Mundial de 2006 pasa lo de siempre y aún fue peor el comienzo de la fase de clasificación de la siguiente Eurocopa. Pero Luis aguanta estoicamente –“tengo las espaldas anchas”, le dice a sus jugadores- críticas durísimas, especialmente desde que deja fuera de la selección a Raúl. La campaña mediática en su contra es vomitiva y muy virulenta.
Así, casi sin que España se diera cuenta, se crea el tiki-taka en un partido ante Dinamarca a vida o muerte. Ya en la Eurocopa de 2008, se hicieron célebres sus arengas: “Si yo no estoy en la final con este equipo, soy una mierda”, les llegó a transmitir. Poco a poco, entre supersticiones y un fútbol que epató al continente, España va dejando en la cuneta a contrincantes. Por fin, el 29 de junio en el Ernst Happel Alemania ve impotente la última lección del equipo de Luis. Un gol de Fernando Torres, el mismo chaval al que hizo jugador en el Atlético, puso el epílogo perfecto a su trayectoria. Dos atléticos y un destino.
¿Por qué no volvió a entrenar a un equipo de élite? López Ufarte respondió una vez a eso: “porque en estos tiempos es más importante el peloteo que el valor. La profesión ya no acepta al hombre de su perfil, entrenadores que están por encima de las estrellas del equipo”.
Tras una efímera experiencia en Turquía, Luis se encontraba el año pasado con ganas de volver a entrenar, pero una enfermedad le quitó las fuerzas. Un mal que afrontó, como todo en la vida, de frente y sin miedo.
Su amor por sus colores se plasma en una de sus anécdotas más famosas. En un España-Eslovaquia de repesca para el Mundial de 2006 que se celebraba en el Calderón, Aragonés estaba siendo recriminado por el cuarto árbitro porque sobrepasaba su área técnica. El técnico le replicó: “Y usted no pise ese escudo”. Era el del Atlético, pintado sobre el césped de su estadio.
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