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Harazem

| PACO MUÑOZ

Redacción Cordópolis

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Cada ciudad necesita a su propio Harazem. Y Córdoba se ha quedado esta semana sin él. Una persona libre, sin miedo, culta, pero a la vez gamberra. Y muchas veces inflexible.

No conocí a Manolo hasta 2011. Antes, para mí y para todos los periodistas de esta ciudad, no era más que un pseudónimo en internet que se las gastaba crudas. También conmigo. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Desde aquel milagro de blog que se llamaba La Calleja de las Flores comentaba con un sarcasmo bestia la actualidad. Pero a la vez escribía y nos descubría historias de la ciudad, como aquel relato de Monsieur Pegaux (de ahí viene el origen de porqué los cordobeses decimos pego) que después tanto le copiaron, hasta la prensa que él criticaba (pero devoraba). Lo leían, y mucho.

Hablé un día con Manolo porque desde su ventana descubrió un capitel omeya, muy parecido a uno que se había perdido de Medina Azahara. Apasionado del patrimonio, entonces emprendía una guerra casi en solitario contra el arrasamiento de los arrabales islámicos de Córdoba. Ahora, tiempo después, la arqueología cordobesa empieza a reparar del inmenso error de acabar con unos arrabales únicos en el mundo e intenta conservar lo poco que queda.

En la distancia corta, lejos de la pantalla, era una persona única, cultísima, con una memoria prodigiosa. Un autodidacta del patrimonio y la arqueología que se pasaba las noches leyendo papers de todo tipo, que se formulaba teorías que se le escapaban a algunos catedráticos, y una persona muy libre y con muchísimo sentido del humor.

Se sabía “tóxico”, como explicaba. Cuando Gabriel Núñez Hervás lo llamó para que escribiera en la revista 17, financiada por el Ayuntamiento, ya sabía lo que iba a pasar: se le iban a echar encima todos sobre los que él había escrito con ese sarcasmo tan explosivo. En la presentación del libro me lo dijo. “No sé qué hago aquí”, bromeaba.

Raro es el reportaje sobre patrimonio histórico que no haya escrito yo en el que no lo llamara para preguntarle, consultarle o incluso cerciorarme de que no estaba metiendo la pata, algo a la orden del día cuando se habla de historia. Sobre las estatuas, sobre el origen de la ciudad, sobre su muralla, o sobre el propio nombre de Córdoba.

Fue fiel a sí mismo hasta el final. Incluso cuando estaba muy enfermo seguía escribiendo con el mismo tono, seguía interesándose en los mismos temas, seguía buscando las últimas publicaciones sobre arqueología.

Deja un vacío enorme. Una especie de voz de la conciencia. Una libertad para decir lo que le diera la gana que me recordaba siempre a la de Alberto Almansa. Y se marcha con un millón de historias en la cabeza, que aún no había escrito.

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