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Microhistorias I

Mar Rodríguez Vacas

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Después de una tarde loca y lluviosa, encerrados todos en casa, llegó la hora del baño. Yo ya estaba desesperada cuando mi hijo mayor me puso trabas y problemas para desvestirlo. Hartita me tenía el enano cuando le dije:

- ¡Me voy a ir al Congo a descansar!

- ¿Al Congo? ¿Y eso donde está, mamá?

- Muy lejos.

- Entonces, si te vas... ¿No te vamos a ver?

- No.

- Bueno, pues te miro por un telescopio.

¿De dónde se había sacado el niño eso del telescopio? ¿Acaso sabía él lo que era un telescopio? Petrificada me quedé, aunque me dio la risa. A los pocos días oí casualmente cómo su ídolo, Peppa Pig, miraba por un aparato de estos y lo entendí todo. Desde entonces, cada cosa que me suelta y que me deja a cuadros le pregunto: “Cariño, ¿eso quién te lo ha enseñado?” Así me aseguro que no tengo un auténtico viejo en casa.

Por cierto, el otro día tuve que explicar todo esto después de que el pequeño le dijese a su tío: “Por supuesto, majestad”. La cara que se le quedó a mi hermano fue de foto. Qué pena que no se la hice.

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En estos días de atrás, que mi hijo mayor ha comido menos, hubo un día que no quiso probar su comida. Y yo pensé: “No pasa nada... Esta noche se la doy para cenar”. Y llegó la hora. Meto el táper en el microondas y sucede esta conversación:

- Mamá, que yo no quiero eso.

- ¿Por qué, cariño?

- Es que es comida y ahora es de noche y toca cena.

Lógica aplastante. El triturado siempre es a medio día. ¿Quién era yo para romperle la rutina y quitarle sus salchichas o tortillita? Así qué me tragué mis intenciones y devolví el táper al frigorífico. Ya se lo comería al día siguiente...

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A pesar de que mi hijo asegura, por activa y por pasiva, que de mayor quiere ser periodista (pobrecito), yo creo que va a tener madera de chef. Le encanta meter la mano en la cocina y enterarse de todo lo que hacemos entre fogones. Por eso, los Reyes Magos le han traído una cocinita (la de Peppa Pig, por si había alguna duda). El otro día me viene con una letra de su abecedario desmontable en una cuchara y me dice:

- Mamá, toma, comidita.

- ¡Uy! Qué buena pinta. ¿Qué es?

- Sopa de letras.

Cuando voy a ver qué estaba haciendo, había echado todas las letras en la olla que trae la cocinita y las estaba removiendo con una espumadera. ¡Menudo guiso tenía montado!

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Por las mañanas, en casa somos como autómatas. Lo primero, los niños. Tienen que desayunar, lavarse la cara y las manos y vestirse antes de salir de casa. Yo tengo mis funciones muy bien aprehendidas y hago las cosas una detrás de la otra. No hay tiempo para pensar. Por eso decidí poner en la mesa el jarabe mucolítico que está tomando mi hijo, para que no se me olvidase dárselo. Me fui a la cocina para calentarle la leche (un minuto en el microondas)... “Mamá, que ya me he tomado la medicina yo solito”, me dijo el 'menda lerenda' con cara de responsable y tono seguro. Fui como una exhalación al salón y allí estaba el bote, prácticamente al mismo nivel que estaba antes de la ingesta accidental. ¡El tío le había pegado un 'trinqui'! Y la prueba del delito estaba encima de la mesa. Probablemente había más jarabe allí que en el estómago del pequeñín. Pero aprendí la lección. Lo de “manténgase fuera del alcance de los niños” no lo dicen sólo para que coloques las medicinas en el mueble más alto de la casa...

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Sorpresa la mía cuando ayer fui a recoger a mi hijo a la guardería y salió con ¡la cara pintada de tigre! Dios mío... Tuve que poner sonrisa falsa. No me quedó otro remedio.

- ¡Cariño! ¡Qué guapo estás!

- ¿Has visto, mamá? Soy un 'tigue'.

Bueno, vale, me hizo un poco de gracia... Pero mis pensamientos sólo estaban en “¿Cómo voy yo a quitar eso ahora?”. Y, entonces, llegó la amenaza: “Nosotros celebramos el carnaval a lo grande. Esta semana saldrá con alguna sorpresa todos los días”, me dijo la directora. Me hice la 'longui' y le pregunté a la 'seño': “¿Qué pinturas son esas? De las que se quitan con agua ¿verdad?”. Me respondió que sí pero que el negro era lápiz de ojos. ¡Pero bueno! Si yo no me echo eso porque después ¡no hay quién lo quite!

Llegó la hora del baño y, tras los llantos de mi hijo para que no le quitase su magnífica máscara, conseguí echarle agua. Aquello comenzó a desaparecer. Todo, menos las líneas negras pintadas con lápiz. Lo intenté con agua, con agua con jabón, frotando con la esponja, toallitas y leche limpiadora (de adultos). Mientras frotaba le dije a mi hijo, que el pobre ya se reía y todo: “Mañana, cuando tu 'seño' te quiera pintar otra vez la cara le dices...” y me interrumpió. “Le digo que ¡qué loca está!”. Pues eso.

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